jueves, 29 de diciembre de 2011

Ángeles Caso... por Ramón Masca


ÁNGELES CASO
Por Ramón Masca

«Las ecuaciones actuales de consumo y superpoblación han permitido despejar la incógnita de cuánto tiempo le queda al ser humano antes de tener que recurrir a prácticas de canibalismo, y preparar esa forzosa transición con el ordenado e imprescindible civismo que nuestra sociedad merece», arrancaba aquella pieza del Telediario del veintiocho de diciembre de mil novecientos ochenta y cinco, introduciéndola Ángeles Caso con esa belleza transparente que uno buscaría años más tarde en las últimas compañeras de la Secundaria y los primeros cursos de la Facultad, en balde y sin venir aquí a cuento más allá de sus ojos castaños impertérritos en una época durante la que las bromas navideñas no eran lo más habitual en la televisión pública, así que en un primer momento mucha gente no supo qué pensar, ponía la radio, sólo sintonizaba un bucle de cuñas publicitarias que no parecía tener fin en la rueca del dial, lo cual visto en perspectiva era lógico, teniendo en cuenta la primera hora de la tarde y la presencia de los niños en casa por las vacaciones escolares. ¿Cuántas personas de la franja de mediana edad, pongamos a partir de los cuarenta y cinco o cincuenta o cincuenta y pocos, escucharon y guiñaron en silencio, una sola vez, sus propios ojos, idénticos ya fuera de la algarabía puñetera o el silencio de la siesta en sus hogares —vencidos muchos de ellos, eso dicen, por el turno de mañana en las fábricas—, tomando así una determinación? A las siete y cuarto de la tarde, cuando el presidente del ente Radio Televisión Española, Miquel Benarroig, interrumpió la programación para dar explicaciones por sí mismo, a cara descubierta, ante la «inquietud» generada entre los ciudadanos por una noticia rigurosamente falsa, ni siquiera bien preparada, hecha, como quien dice, en dos minutos por un redactor de laboral al que le encomendaron el «marrón» (sic) al azar y cuyo nombre no trascendió hasta unas horas más adelante —cuando se suicidó estrellando una camioneta de la empresa contra la base de hormigón de Torrespaña—, una noticia que no tenía, en definitiva, otro viso de credibilidad que el que el buen hacer de Ángeles Caso clavaba a la pantalla como una chincheta, la Policía había contabilizado treinta y siete parricidios ya. Y ni siquiera había comenzado la auténtica aritmética. Suele decirse que entonces éramos «más felices» porque las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado se asustaban de estas cosas tanto o más que los propios, humildes, ciudadanos a los que les tocaba ser testigo; suele decirlo, precisemos, el señor Benarroig, que a día de hoy posee una productora cinematográfica cuyo teatro de operaciones principal es el mercado galo y está radicada en Haití, aunque de vez en cuando regresa, según los rumores, de incógnito a su Valencia natal e inspira documentales y capítulos piloto de series espoleadas al primer ránking de audiencias por el simple «pincho» de su nombre, tal y como lo expuso el tipo que le hizo una entrevista arriesgadísima para presentarle a los lectores actuales del ABC. Aunque las presentaciones sobren, porque parece muy aburrido ponerse a recordar todos lo detalles ahora  de como pasó de sonar con fuerza para «ministrable» del Ejecutivo de Felipe González a responsable de forzar la primera declaración de estado de sitio en España tal y como quedaba regulada en la Constitución de mil novecientos setenta y ocho, que recibió además su primera enmienda, con apenas ocho años de vida, para poder juzgarle y «dar ejemplo». De igual forma, todos los que compartían dicho edad recibimos nuestra primera enmienda por aquellos días, encogidos en el cuarto de estar con toda la familia con la televisión apagada o, directamente, taladrada por una patada de frustración; y esto en el mejor de los casos, porque también todos, absolutamente todos, supimos de un amigo del colegio o de al filo de la calle que se las pasó, las horas densas de miedo como una tectónica de placas, abrazados a la cañería y conteniendo la respiración bajo el armario del fregadero mientras su padre o su madre o su abuela o su abuelo recorría la casa con los ojos prisioneros de una determinación «definitiva». Y esto también, lo repito, «en el mejor de los casos». Desde entonces se debe de haber analizado diez mil veces la emisión —incluyendo la tersura incontestable del rictus de Ángeles Caso— en el marco de juicios, comisiones parlamentarias de investigación o reconstrucciones para telefilmes, sin que nada haya podido vislumbrarse que explique de forma satisfactoria —es decir: despojando de culpas a las partes supervivientes tanto como ya lo están  los muertos— más allá de lo que dijo Benarroig, alojado en una celda de cristal como un mandril del zoológico durante la vista pública del caso: «Ellos se lo creyeron». Estaba acusado como «motor intelectual» de doce mil seiscientas cuarenta y nueve muertes, hipérbole que finalmente quedó reducida a una quinta parte y no incluyó los incidentes provocados por «determinados elementos radicales» de la sociedad española que interpretaron, erróneamente, los hechos desencadenados como «síntoma» de alguna suerte de Revolución, hasta que fueron cuidadosa, casi quirúrgicamente extirpados de la realidad nacional durante las refriegas salteadas por las calles sin que nunca nadie se aclarara con sus respectivas cifras; o eso cuentan. Pero también cuentan que dichas acciones venían, por así decirlo, «castradas» de origen, cuando nadie estaba realmente a salvo y cualquiera podía ponerte una pistola en el mentón o descastarte la nuca con un adoquín y había que esconderse de tus mayores, que en los últimos tramos de la debacle, cuando despegaron los grises jets diplomáticos de la base aérea de Torrejón de Ardoz, acabaron con las bocas llagadas de linfa y tuétano de los huesos recién quebrados de los niños. Como se ha apuntado, para entonces nadie ya estaba viendo la tele y practicamente nadie volvió a verla hasta un mes más tarde, cuando Manuel Fraga juró ante Su Majestad el Rey como jefe del Ejecutivo de coalición junto a Adolfo Suárez, llamado a partir de entonces «El Posible». Aunque las pruebas contra Benarroig fueron endebles y el proceso tachado de «farsa revanchista» antes de acabar por los importantes medios internacionales, que reivindicaban el papel «heroico» de los empleados ente público, desde el redactor suicida arriba mencionado, hasta la propia Ángeles Caso encaramada a la madrileña fuente de Cibeles, a despecho de las balas y mordiscos, para locutar un nuevo desmentido, muy diferente al anterior de su ya ex jefe y que los tanques que recorría todas las calles del país fueron retransmitiendo por unos improvisados altavoces colocados en las torretas. Se fabula con que para redactarlo se recurrió a «intrincadas permutaciones cabalísticas» que trataban de «reconectar las sinápsis ontológicas» quebradas en el primer momento, pero cuando los expertos reprodujeron este último mensaje, en condiciones homogéneas de laboratorio, tampoco se percibió nada anormal. La técnica, difusa pero exacta. Lo cierto, lo único en lo que se puede estar seguro de no errar, es que hubo tiros y tiros y más tiros. Y más tiros —pero menos— a partir de entonces, porque muchos se arrojaban berreando con sus ojos arrasados en lágrimas contra las bayonetas acopladas a los fusiles militares. Las órdenes no cambiaron hasta seis horas después y nadie se culpó de ese retardo. Por su parte,  Benarroig asumió el veredicto, la grosera gravedad de una cejas pobladas de canas en pie en el centro de una sala enchancletada por el vapor de nicotina y otros gases retenidos entre el bullicio de la expectación de todos los presentes. «Fue mentira que llegaran a despertarme para verles desfilar en pelotón ante mi celda», juraría años más tarde ante el fotógrafo del periódico, sentado tras una enorme mesa de montaje que aún tenía atornillada una guillotina para el celuloide. Aún se reiría respondiendo acerca de aquella llamada supuestamente «de último minuto» que a él le sorprendió en mitad de un sueño «entrecortado, abstruso e inguinal» —como debía de verse por entonces y hoy en día, por qué no, muy todavía más, el somero telegrama de la Muerte— confundido con el abrazo rápido, rubor, del carcelero al ir a comunicársela con un guiño silencioso, prolongado y para una sola vez —quiero decir, definitivo—.         

La Gula... por Marco Antonio Raya


La Gula.
                       Por Marco Antonio Raya



Leo que la hueste te protege y controla el acceso a tu cuerpo, pero lágrimas y sollozos me saben tan bien que sueño con castrarte. Lo haría lentamente, como con olvido, asumiendo el destrozo que los años han localizado en tu pubis de cachorro.

Deslizo mi mano hacia las profundidades de la boca de eso que llaman pez y remolque y que es ahora. Tienes los ojos del cordero. Los dientes de tu madre. Las caderas llenas de símil de bacterias: un campamento con hogueras para la nueva sangre. La mutación se inaugurará con ráfagas amarillas y negras de combustión y vendrán cuerpos arrastrándose hacia la sonrisa de cepo que tan acertadamente llamas hogar, atraídos como polillas. Maestros en el arte de caer.

Mi hijo, mi perdición, pasaste treinta años en el vientre y has salido dando órdenes.

Caballos desdentados cabalgan por ti. La embocadura de la brida se alimenta en su aracnoides. Venimos a temblar, dicen, amazona. Venimos a morir por ti cada día que pasa. Y no te has enterado, sopor. Mi alma, mi caricia. Los dedos consumidos y el cansancio del viaje: los caballos relinchan y descienden de sus belfos hilos pestilentes que la muerte preñó sin avisar.

Sigo fantaseando con la catástrofe de tu bendita derivación a la nada: la eliminación de tu sexo.

En el cuento, los tres cerdos despiertan una mañana con la piel sangrante y abierta, vulnerada con letras inverosímiles, la escritura antigua de la palabra amor y más abajo venganza y más abajo más, por fin, redención.

Stalag-23... por Fco. Javier Pérez


STALAG – 23
por
Fco. Javier Pérez


"La catástrofe histórica más profunda y más real, la que determina en última instancia la importancia de todas las demás, reside en la persistente ceguera de la inmensa mayoría, en la dimisión de toda voluntad de actuar sobre las causas de tantos sufrimientos, en la incapacidad de considerarlos siquiera lúcidamente.
Esta apatía va a resquebrajarse en el transcurso de los años venideros cada vez con más violencia por el hundimiento de cualquier forma de supervivencia garantizada. Y quienes la representan y la nutren, cultivando un precario statu quo de ilusiones tranquilizantes, se verán barridos. La emergencia se le impondrá a todo el mundo, y la dominación tendrá que hablar al menos tan alto y claro como los propios hechos. Adoptará tanto más fácilmente el tono terrorista que le conviene cuanto que contará con la justificación de realidades efectivamente aterradoras. Un hombre aquejado de gangrena no está dispuesto a discutir las causas del mal, ni a oponerse al autoritarismo de la amputación."

(Editorial en Encyclopédie des Nuisances nº 13, julio de 1988)

***

 Doctor Einstein, puede usted ser la bandera preñada por un satélite
            usted
puede girar dervichiano con la cadencia de la célula, vueltas y otra vuelta más y en trance. Puede ser el abceso en las esquinas a las afueras de la ciudad bombardeada hasta la saciedad de cimientos y cadáveres de hace mil siglos borboteando como historias enmudecidas por el telediario. Como una buena intención.
Doctor Einstein, puede usted saberse dios. Quizá saberse
            solo
de pena sola y a ras de noche, rindiendo toda resistencia pasiva a la Mujer Lobo que el viaje en el tiempo le ha servido en bandeja. Pero el caso es que cuando los convidados de piedra llegan a la fiesta que su hermana ha montado para usted, esa fiesta que le parecía imposible por estar llamada a realizarse por encima y un poco a la izquierda de la coordenada de tiempo tradicional, todo empieza y acaba a la vez,
            porque ha resultado
            que el tiempo no es una dimensión a sumar a las otras tres
            sino que tiene sus propias tres dimensiones
            es esférico, además
            y todo momento es ahora
            ¿No le jode, doctor Einstein? Que el único modo de comprobar que estaba errado y de paso revolucionar la percepción científica, sea durante una orgía con Mujeres Lobo vestidas con uniformes de las SS, gritándole en germánico marcial y obligándole a bajarse los pantalones y enseñar ese blancucho culito judío suyo que a continuación van a fustigar, taladrando el ahora con una descacharrante y sicalíptica melodía de Wagner versionada en directo por un grupo de Drone Metal —sus amplificadores a tal nivel de saturación que las andanadas de graves provocan encogimientos del diafragma en los turistas cosmonautas que le están fotografiando para desmitificación futura, incluso a través del cristal antibalas de la pecera, desde el observatorio de esta celda 23 en el Stammlager de la mente-sueño—
            y eso entre sus piernas
            esa erección
            podría usted ser esa erección, o esa erección ser suya sin culpabilidad indexada, y nadie se lo tendría en cuenta. Ni siquiera Oppenheimer. Todos hemos leído alguna vez, en alguna parte, que precisamente la culpa de lo que le está pasando, herr doctor, fue suya, de Oppenheimer y su convertirse en la muerte destructora de mundos, destructora de hímenes superdimensionales. El metacontexto aúlla.
            Puede ser esa cara vieja y simpática que saca la lengua,
            en los pósters en las habitaciones de ciertos estudiantes de física. Pero los anarquistas que ahora le tienen preso por mor de la posteridad, telegénica y pornográfica y secuaz y conspiranoica, no le ven así. No, no le ven así para nada. Que los telediarios de la segunda guerra mundial cuenten lo que quieran. Esto le está gustando.
            Otro golpe de fusta
            más
            pide
            más, pide más, otro golpe de fusta. En cinco segundos, hace cinco segundos, cuando esté a punto de eyacular en vivo sobre el suelo de cemento de su celda, piense en si también le gustaría ser uno de los espermatozoides que aquí acaban de morir. Piense en cuán poca gente se reconoce a sí misma que les atrae ver esperma en la pantalla porque les pone el asesinato. A lo Aleister Crowley: “cada mañana asesino a un millar de bellos y perfectos hijos nonatos”. Cuando las Mujeres Lobo de las SS le obliguen a arrodillarse y a enseñarle el trasero otra vez a la lente en la cámara de los turistas cadetes espaciales, cuando le obliguen a limpiar el semen del suelo con su lengua, sin tragárselo, para con él y en su lengua, la de usted, dar lustre a sus botas, a las de ellas, piense
            usted
            en si se puede estar más solo. Llore, si le apetece. Al cliente le satisfará. 

miércoles, 21 de diciembre de 2011

En Todo Caso... por Ramón Masca

                 
         
     En Todo Caso
     por Ramón Masca


Esto —además— se trata de una broma. Pero supongamos que: «Hemos fabricado un tiempo negro y afilado, de la exacta calidad del hierro. De la propia Forja en la que El Dios nos hace el inmenso favor de su culo», tal y como riegan las pintadas fosforescentes que la saturación de oxígeno emitida por los aspersores hace parpadear en la fachada del Ministerio de Finanzas de la Madrileña República Regional de la SudCaucasia. «Ningún otro mensaje institucional a estas alturas lograría conmovernos», piensa la Secretaria General de Créditos y Condonados mientras el coche bordea el parque de césped azul prusia y, en algunas isletas, magenta. Ella es la que ha autorizado la campaña. Natural que se repita los argumentos a favor cada vez que pasa frente a alguno de los eslóganes. Y sí: estamos a veintisiete de septiembre del dos mil doscientos quince y aún hay coches —pero no neumáticos— y los Gobiernos todavía se preocupan por gustar. «Parábola de Mariposa. Si el suficiente número de gente gesticula a la vez un clic pueden hasta hacer que te deporten a Guang Zhou.» Lo dice la Constitución, la misma que también permite el descontento. «Es una pesadilla de Platón» se oye ladrar en ocasiones al Ministro de Cultura, aquel hombrecito breve y voluntariamente calvo que siempre elige la directriz «fracasa para convencer» cuando intenta que los artistas asuman con orgullo sus vivencias madrileñas y dejen de esgrimir orígenes extremeños, catalanes o vizcaínos a la hora del reparto de fondos de la Caucasia propiamente dicha. Internet no existe. Ni tal y como la conocemos ni tal y como nos la imaginaríamos. No es este el problema. El problema es que tampoco existe el Mundo propiamente dicho y cada uno de los cerebros funciona como terminales inalámbricas desde las que, en potencia, se transmite y se recibe mutamente Todo, si así se desea. Y créeme que se «desea». En esta vida hay adolescentes y parejas del tipo maduro, solo, que cruzan dos miradas y se ponen a follar como si llevaran amándose toda la vida, aunque el sexo en público se acaba de prohibir de modo oficial tras un desastroso escarceo de libertinaje diplomático que el cantón de Londres denunció ostentosamente a las autoridades continentales de la Competencia. Hubo así que devolverles a su Embajador, tras reintegrarle el juego de siete mordazas de cáñamo que le acompañaba —aunque la Secretaria General de Créditos y Condonados y otros tantos Altos Funcionarios no han olvidado aquel sabor rugoso contra la lengua—. Supongamos —ahora es la ocasión para editar «Lo Venidero» con la relativa sencillez de un procesador de textos—, vámonos a ser correctos: el veintisiete de noviembre del dos mil doscientos quince, la última carcasa orbital ladró su incandescencia hasta estamparse en el Mediterráneo. «'Ante las puñaladas del azar', la inmensa meseta verde gimió un vapor de horno babilónico y los ángeles incandescentes medraron su lecho —fue el poema final—», tecleó el Ministro de Cultura, aburrido del horror de los noticiarios insertos en los capilares sobre su pupila, escupiendo puntualmente sobre la pantalla de córnea que le brindaba el verso de Henley para jugar a una especie de piñata lírica a la que no le prestaron la menor atención. «En cualquier caso» fue la locución que los portavoces del Comisariado de la Comunicación emplearon con mayor frecuencia durante la crisis para coser párrafos que trataban de no alarmar de manera innecesaria a la población, sino de señalarles que las probabilidades de que un pedazo de chatarra caiga a veinte mil kilómetros por hora encima de su casa, en concreto sobre el hábitat de seis metros cuadrados del retrete eran «inconmensurables». «Estadísticamente». De ridículas, querían decir. Esto es de lo que voy yo. De que uno tiene que marcar distancias [por ejemplo, elegir la palabra Caucasia y sus protectorados satélite como una reducción al absurdo de toda geografía. De hecho, él único topónimo válido que he logrado encontrar para compartirle a día de hoy en que escribo esta , nueve de diciembre del dos mil diez, es el que marca a una localidad colombiana, a la que da nombre el río Caucas —dialogar con Lo Venidero se parece muchísimo a dialogar con un río]. Porque la Secretaria General de Créditos y Condonados era ahora Ex Secretaria General de Créditos y Condonados, que es de lo segundo menos bueno que se puede ser cuando las históricas lanzaderas suman en milésimas de segundo todo el óxido que la atmósfera, rencorosa, les tenía jurado por escabullirse en los altos de las órbitas y ahora su chirrido no es tan solo fuego, sino que incluye la vejez como sinónimo de aplauso cuando la biotecnología se promete llegar a doscientos veinte años de vida, algo que tampoco es necesariamente bueno. Así que se toma una taza de café y mira por la ventana las obras de la gran pagoda de neopreno que se alza en el centro de Madrid y aún no tiene nombre, para evitarse influencias nefastas: esto no es superstición, es el consenso de analistas, y un suficiente número de ellos ha determinado que un nombre es necesario, pero puede postergarse hasta que la cosa sea suficientemente «fuerte» como para defenderse por sí misma. Mira a Caucasia y a sus puntos cardinales. Mira a la larva silenciosa y en perpetua beligerancia devorando sin alzarse a China, a la ingenua Comunidad Económica Europea, la Rusia NoImperial, Estados Unidos de América del Norte y el irreductible cráter de Japón (provincia de Perú). Mira a estas negritas y descubre la horrible pereza de mi sortilegio. Esto es «Lo Venidero» que puede invocarse o todo lo contrario —va en función de si quieres vivir doscientos veinte años—, por más que, en la vida real, la gente afronta su mañana y muere y trama una «poética» —lo quiera o no— en el sentido «aristotélico» del término. Además queremos tener claro que la Ex Secretaria General de Créditos y Condonados es llamada entre grandes aspavientos desde la cama por la voz, a cada hora más aguda, a cada tono más febril, más calva del Ministro de Cultura —más incandescente—. Del tipo maduro los dos, follan en un mueble que de cama sólo tiene el nombre y el canapé que da soporte a la balsa de pistones anatómicos que, en el breve tiempo que ella tarde en cruzar el pasillo, se aplican con sigilosa eficacia a un masaje de estimulación de próstata. Es una paradoja, pero todo el mundo quiere al Ministro de Cultura, que ha usurpado inadvertidamente —como larva— el nicho en el ecosistema de la gobernanza que ocupaba anteriormente el Ex —¿y quién no es un ex algo el veintisiete de enero del dos mil doscientos dieciséis?— Embajador de Londres y negocia con el goce inabarcable de su culo, su «inmenso favor», como si fuera el hijo predilecto de El Dios —que no lo es, tranquilos y tranquilas: nada hay de rigurosamente escatológico en este futuro siglo, salvo los cascotes— que la mercadotecnia política caucásica había pergeñado sólo unos meses atrás, cuando ni siquiera podían esperarse este desastre. Hay paneles de la paparrucha energética llamada fotoelectricidad que caen a ras sobre los bloques de edificio y los parten por la mitad —o en diagonal— hasta los cimientos mismos, pero poca cosa queda por hacer aparte de meterse en la boca un rugoso glande, típico de pajillero compulsivo o masoquista, y mover la lengua como hemos aprendido con los arcadómetros cuyas escalas de náusea tolerable asaltan al cerebro en conexión sin cable y cuando menos —si así quiere— se lo espera. «Para esto estamos bien» gime, en el instante antes de correrse con precisión blanquecina y salada, la cabeza libre de la monstruosa procesionaria de dos vagones que acaba de materializarse sobre la cama, sobre su engranaje eterno como una maquinaria proyectada por alquimistas invencibles que, por otro lado, con la boca llena lo tienen jodidísimo para reír o ser reídos. Y aunque, posiblemente, el giro supersónico de algo parecido que parece una parabólica tenga algo que decir sobre el divorcio de los seres, mejor que no le anticipemos la tragedia, al Ministro de Cultura. Permitámosle gozar de este último orgasmo. De estos dientes que todavía no se cierran en el espasmo de la muerte. Digámosle también, después de todo, cuánto lo sentimos y nunca, nunca le dejemos convertir esta disculpa en nada —más—.


viernes, 16 de diciembre de 2011

Apocalipsis Onírico... por Carlos G. De Marcos

             
        APOCALIPSIS ONÍRICO
                                  Por
                       Carlos G. De Marcos

     
     Ondas blancas y azules barrían el desierto de su cerebro. Auroras boreales cuyas excrecencias chocaban con las barreras de sus ojos y amenazaban con escapar de los límites del pensamiento.           
     Permaneció en aquel estado durante días. Cuando despertó, el mundo ya no era el mismo.



(1.         Eco)

      Un zumbido crispante surgía de todas partes o de ninguna y se colaba en la habitación a través de las moléculas de la construcción, para, de inmediato, incrustarse en su estómago y hacerle sentir nauseas. Se levantó a duras penas de la cama y se arrastró hasta la ventana. La abrió y el extraño zumbido grave se transformó en un bramido de ballena o Leviatán que llegó a él a través de una espesa niebla azul que le impedía ver la ciudad. Como si ésta hubiera sido engullida o rellenada por esa  misma niebla. Entonces el bramido cesó, y unos segundos más tarde regresó con mucha más fuerza. Le hizo llevarse las manos a los oídos y cerró la ventana con violencia. 
     En los breves instantes en los que había cesado el ruido no había oído ningún sonido humano o de máquinas trabajando o el ruido del tráfico abajo. Y esa ausencia le perturbaba tanto como la omnipresencia de la resonancia. Tampoco podía escucharse actividad humana en el interior del edificio, hospital o manicomio. Gritó entonces, esperó, y luego volvió a gritar. Sin embargo nadie acudió a su llamada. Sólo el bramido variando en diferentes frecuencias hasta alcanzar una particularmente grave y que le provocó una nueva nausea. Esta vez no pudo reprimirla y en el cuarto de baño se alivió arrojando un pequeño chorro de bilis.
     Le dolía brutalmente la cabeza. Sentía una angustia feroz y estaba irritado. Sentía un torrente de sensaciones en su interior y ninguna halagüeña. Como un funesto presagio. Si es que él hubiera creído alguna vez en los presagios. Ciertamente no sabía qué estaba haciendo allí; no sabía por qué estaba allí; ni sabía qué era ese lugar. A duras penas recordaba su nombre: Arteaga. Y desde luego no alcanzaba a saber qué podía significar ese sonido, ruido o resonancia más allá de una constante fuente de dolor de cabeza, nausea e intriga. Un sonido que hacía que todo tomara una cualidad espantosa, febril y opresiva. El eco de las entrañas de la Tierra o el Infierno, el Cielo resquebrajándose o ya decididamente descompuesto. El Tiempo chirriando. La Pesadilla crepitando. Quién podría saberlo. A lo mejor aun no había despertado y todo era un ridículo sueño producido por el alcohol. A lo mejor no era más que como uno de aquellos frecuentes duermevela que sufría de pequeño cuando tenía fiebre y estaba solo en el cuarto y en la casa. Como primera medida arrancó un trozo de tela de las sábanas terriblemente sucias de la cama y se fabricó unos torpes tapones que se colocó en los oídos. No era suficiente.
     Ahora que se fijaba, todo estaba terriblemente sucio en la habitación. Una película glauca se había posado sobre los objetos y las superficies del cuarto. Incluso las paredes se mostraban cubiertas por la película o membrana. La tocó con su dedo índice y ésta se elevó al retirarlo. Tenía una cualidad singular, extraña, y su textura era mitad mucosidad, mitad polvo. Se sacudió la mano y las partículas de aquello corrieron a fusionarse con el resto de súbito, como un metal atraído por el imán. Miró su dedo: tenía una pequeña rojez y un escozor en la yema del dedo. ¿Qué podía ser aquello? Se preguntó. Una nueva incógnita en el mundo al que acababa de despertar. Decidió que serían hongos producidos por la humedad y el abandono. Sí, eso sería. Decidió que había otras cosas más importantes de las que preocuparse. Por ejemplo ¿Dónde estaba la puerta de la habitación? El cuarto no era tan grande como para no poder verla, como para que estuviera oculta en alguna parte. Giró sobre sí y miró en todas direcciones. No había armarios aparentemente u otras estancias accesorias que pudieran llevar hasta la salida de la habitación, a excepción del minúsculo cuarto de baño donde había arrojado escasos minutos antes. Allí sólo había un enorme ventanal, al que no se atrevía siquiera a acercarse, y tres paredes pringadas de un algo verdoso.
      ¿Qué podía hacer? Tomó el resto de la mugrienta sábana y se dedicó a frotar las paredes, retirando la membrana glauca, en busca de la necesaria puerta. No encontró nada. Lo único que encontró fue su propia imagen en los cristales de la ventana: demacrada, flaca, perdida en un mundo solapado el cual no sabía si era material o por el contrario estaba hecho de jirones de realidad. Se dio cuenta de que el sonido hacía tiempo que no bramaba. Entonces se sintió un poco mejor. Sólo un poco. Vio su ropa, fría y acartonada, sobre una silla. Decidió que sería bueno recuperar en la medida de lo posible algo de su vieja identidad. Se quito el asqueroso pijama que vestía y se puso sus propias prendas, después de haberlas sacudido, y se sentó en la silla. Esta se rompió como si estuviera hecha de algún material quebradizo, cediendo a su peso, y cayó al suelo en un gesto bufo, ridículo: las manos gesticulando como un molinillo; la cabeza golpeándose contra el suelo con un coscorrón seco y un ruido hueco; las piernas en alto, apuntando al techo; los pantalones en los tobillos, como un amante incompetente que trata de huir. Se quedó unos breves instantes tumbado sobre las frías baldosas; las manos en el rostro. Entonces comenzó a reírse con una risa a partes iguales impotencia, rabia y eso otro para lo que aun no tenía nombre. Rió como un pescado. La película glauca vibraba al compás de la risa. Como respuesta, el bramido del Leviatán se hizo insoportable y omnipresente. Se le nubló la vista, se echó a llorar y se retorció en el suelo hasta que se quedó dormido.



(2.        Ícaro)
     
       Cuando despertó en su cama lo primero que vio fue el rostro de una enfermera de rasgos árabes o indios sobre sí. Le sonreía y le decía algo que él no podía comprender, al tiempo que aplicaba sobre su pecho desnudo un ungüento que bien podía parecer cera. Después le hizo una indicación para que se girase y se pusiera de espaldas. Entonces le aplicó el ungüento o la cera allí también, poniendo especial atención en frotar o masajear sus omóplatos. Cuando hubo terminado, la enfermera recogió sus chismes; puso el bote cerrado en una bandeja metálica junto a un termómetro y una jeringuilla de un tamaño enorme; hizo unos extraños gestos o aspavientos como si fuera un karateka loco o su transformación en bestia; volvió a sonreír al hombre y le pellizcó la mejilla; se despidió; se dio media vuelta y se marchó.

     Ahora sí que estaba hecho un lío. ¿Qué había sido todo aquello: el eco o bramido insoportable, la extraña sustancia glauca que lo envolvía todo como la piel de una crisálida, la niebla impenetrable, la ausencia de puerta? ¿Había sido sólo un sueño como llegara a sospechar? ¿O era ahora cuando se sumergía en el sueño, la pesadilla o el duermevela? No tuvo tiempo para más preguntas.
     Ante la ventana había una mujer. La espalda apoyada en la cristalera; una pierna vestida en seda negra cruzada sobre otra pierna vestida en seda negra; el pecho realzado descansando sobre un antebrazo que se ocultaba bajo el otro brazo en un gesto de protección o impaciencia; en la mano enguantada de negro sostenía un cigarrillo largo al cual daba largas caladas. Expulsaba el humo en dirección al hombre de un modo interesante, como una verdadera femme fatale –con un gesto bien estudiado- y le miraba mostrando esa impaciencia de la que hablaba su brazo bajo el pecho. Entonces dijo:

     -¡Ah, hola, Arteaga, por fin has ¿despertado? Veo que aun no te has muerto. Pues mira tú por donde, menuda decepción.

     Arteaga dijo:

     -¿Co… como dice? A… aquí no se puede fumar.

     Ella dijo:

     -¡Oh, vamos, ahora vas a decirme que sufres amnesia; que no sabes quien soy! Querido, eso está muy manido.

     Él dijo:

     -No comprendo.

     La mujer dijo:

     -Sí, claro. Quizás esto te refresque la memoria.

     Y la mujer dio una última calada; tiró el pitillo al suelo y lo aplasto con sus negros zapatos de tacón alto. Después lanzó un suspiro que vino a decir algo así como resignación y se sacó la chaqueta imitación Chanel que depositó cuidadosamente sobre una butaca vacía. Se colocó ante los pies de la cama, donde Arteaga pudiera verla bien, y comenzó a desabrocharse la camisa blanca cara. Se la sacó y esta vez no la colocó sobre la butaca; se la lanzó al hombre con una mezcla de descaro y desdén. Haces memoria ahora le dijo, brazos en jarra, y el pecho aprisionado por el sujetador. Y él permaneció callado. El rostro demudado. En fin dijo ella, y se llevó las manos a la espalda y manipuló el broche del sostén que soltó con evidente facilidad, aunque sin el menor atisbo de coquetería. Se quedo allí, en aquella postura: plantada ante el hombre; desnuda de cintura para arriba y mostrando sus bellos senos. Retadora. Pequeñas colinas desafiantes que apuntaban al hombre como una cordillera poderosa a un alpinista. Entonces dijo: qué, Arteaga ¿Te acuerdas ahora? ¿Recuerdas estos senos por los que suspirabas? ¿Recuerdas nuestras noches y nuestros días de amor? ¿Recuerdas nuestra pasión? Y acto seguido se levantó la falda y le mostro su sexo. Un sexo que había sido cambiado por una calavera. Se arrancó el guante y su mano era la mano de una quimera.
     Arteaga iba a decir algo. Era necesario. Pero no pudo decir nada. Ella dijo: Ya veo. Ya veo en qué te has convertido. Se acercó a él; le puso los senos en la cara. Se rió. Tomó su mano y le puso algo en ella, una cosa esférica. Le cerró la mano.

     En aquel momento se abrió la puerta y un séquito de doctores en medicina y enfermeras se precipitó dentro. Se toparon con la mujer desnuda. Los hombres agacharon la cabeza ante la escena y las mujeres se llevaron las manos a la boca. La mujer se giró, se dio la vuelta, y se puso la ropa sin prisa, sin mostrar el más mínimo pudor o vergüenza. Cogió su chaqueta, el bolso; se encendió otro largo cigarrillo y se marchó de la habitación haciendo clac, clac con sus tacones altos.

     Los doctores rodearon a Arteaga a ambos lados de la cama mientras las enfermeras revoloteaban, atareadas, por la habitación. Uno de ellos le cogía la muñeca como si fuera a tomarle el pulso para, inmediatamente después dejarla caer, muerta, sobre la cama. Entonces escribía algo en la página de un cuaderno y la arrancaba y la tiraba y volvía escribir. Otro médico sacaba de un gran maletín un instrumento metálico parecido a una mariposa o un crucifijo y lo depositaba bajo la cama; miraba al hombre y le lanzaba una sonrisilla estúpida. El más viejo de todos ellos sacó algo de una caja de madera china. Algo delicado que parecía un animal o un insecto y que puso sobre el pecho de Arteaga y que se puso a danzar como la bailarina de una caja de música china, mientras los médicos y las enfermeras daban palmas animándolo en su danza. Algo que al cabo de unos instantes cayó fulminado, inerte, muerto, sobre el pecho del hombre El viejo doctor meneó la cabeza en un gesto de reprobación o negación. No, no, no, parecía decir, y tomó aquello por lo que parecía su rabo o cola y lo miró sujeto entre sus dedos índice y pulgar. Dijo algo más que nadie pudo escuchar y dio media vuelta y se marchó de allí, mientras el resto de doctores en medicina se miraban entre sí y meneaban sus cabezas en gestos que querían ser severos y que no revelaban sino su ignorancia o incomprensión.
     Arteaga, una vez más, no sabía qué decir, qué preguntar. No sabía si tenía que preguntar. Así que se quedó callado mientras los doctores se miraban entre sí y se daban golpecitos con los codos y se empujaban entre ellos, incitándose unos a otros. Por fin uno se decidió. Se llevó el puño a la boca, carraspeó, aclarándose la voz. Dijo:

     -Señor, tenemos que comunicarle algo. Verá, es complicado dadas las circunstancias y… eh, ejem, esperamos que trate usted de comprender las verdaderas circunstancias que… eh, ejem… circunstancias especiales que han hecho que… ahora… eh, esté usted aquí. Eh, éste es un lugar especial para, digamos, gente especial como… como usted. Le hemos recogido a usted… ¿A… a que se dedicaba usted. Cual era su profesión. O cual es? ¿Es usted astronauta? ¿Buzo? ¿Marinero?... ¿Pero de verdad no recuerda usted nada?... Eso nos ayudaría a comprender el cómo se originó todo esto. Pero, oh, lo primero es su persona… El paciente… Su salud… Su bienestar… Tratar de comprender qué… o quién es usted. Lo primero seria averiguar por qué tiene usted alas.



(3.        Dédalo)
     
     Todo estaba igual ¿Igual que cuando? El bramido despertó a Arteaga. Comenzaba a acostumbrarse pero se puso los tapones de parafina que había comprado en la farmacia. Algo ayudaban, pero nunca era suficiente. Miró en la mesita de noche y cogió algo esférico. Abrió la mano y se solazó con el pequeño orbe de Alejandrita que le habían regalado sus hijos por el día del padre. Mostraba su fuego verde y Arteaga lo alzó para que la luz del sol matutino lo atravesara y poder ver así los minúsculos seres de su interior. Réplicas humanas de una talla milimétrica. Un regalo caro y sofisticado, un tanto snob, pero que tenía bien ganado: era el mejor padre del mundo. A Arteaga le gustaba agitar la esfera y ver como se debatían los humúnculos del interior. Había un hombre y dos mujeres, y a veces le miraban desde su universo diminuto y Arteaga pensaba: eres un pequeño cabrón afortunado, chaval. Y volvía a agitar la esfera y se reía viendo tropezar y caer a aquellos seres.

     Sufría de pesadillas desde hacía varios meses, desde que ocurriera aquello, pero ya no le daba demasiada importancia. Le parecía que todo estaba bien; que todo estaba en su sitio; que todo cuadraba y que nada podía salir mal. Estaba construyendo su laberinto en el jardín. Eso era lo que importaba: construir el laberinto, al que llevaba dedicándose más de diez años. Aquella era una buena dedicación. Si podía, se dedicaría a ello toda la vida. Los hijos eran ya mayores y su mujer y él parecían haber llegado al punto en que el matrimonio necesita espacio libre y dedicaciones propias para no terminar destrozándose. Tenía todo el tiempo para él solo, y los amigos o las relaciones sociales no le interesaban en absoluto. Nunca había sido demasiado bueno para ello. Sin embargo era bueno diseñando y haciendo cosas con sus propias manos. Así que sí, era una gran idea.

     Se levantó de la cama. Dejó en la mesita su esfera envuelta en la funda verde y se fue al baño y orinó. Tenía una erección. Hacía mucho tiempo que no se levantaba empalmado y miró aquello duro y le gustó la sensación y sonrió. Sí, todo estaba bien. Pero, cuidado, lo había puesto todo perdido de orina. Lo limpió y no le importó. Se miró en el espejo y dijo para sí que tenía buen aspecto. Sí, sí que lo tenía y, además, ya no le dolía la cabeza.
     Mientras se afeitaba ante el espejo se cercioró de que lo recordaba todo con una claridad pasmosa. Podía recordarlo todo y, lo que era aun más importante: podía aceptarlo. Así, con toda franqueza. Así de fácil. Sin necesarias epifanías. Como con un chasquido de los dedos. Sí, sin duda todo estaba bien. ¡Qué dulce sensación! Incluso le llegó a parecer que el ruido exterior comenzaba a adquirir una calidad armónica. ¿Estaría él, a medida en que construía su laberinto exterior, saliendo del interior? Se dijo a sí mismo que sin duda era así.

     Se vistió. Era un día hermoso a pesar de no poder verse el tercer sol. Salió al jardín de la casa y se introdujo en su laberinto. Estaba hecho de multitud de diferentes materiales: maderas, cristal, chatarras, placas de zinc, toboganes de parques oxidados, restos de naves espaciales de campos de lanzamiento abandonados, fuselajes de máquinas y carlingas de avionetas, puertas de automóviles viejos…  Desechos de una sociedad industrial y materialista; descartes de un mundo que se desintegraba. Lo recorrió sin el menor atisbo de duda sobre cuál era el camino correcto, el vericueto indicado, el recodo acertado. Tan bien lo conocía. Y, mientras tanto, iba apartando las muchas pieles ajadas caídas aquí y allá. Excedentes de delirios inducidos. Vestigios de obsesiones, terrores y apatías del hombre contemporáneo.
     Llegó al centro mismo del laberinto, embutido en la caliginosa espesura de la niebla y entonces le llegó un aroma salado de mar. Supo que estaba en el lugar exacto: no podía ser ningún otro. La atmósfera allí estaba un poco más diluida, menos viscosa o espesa y se respiraba mejor. Aspiró profundamente y ya, no un olor, sino un profundo sabor de mar profundo le inundó. El sabor de un océano más psíquico que físico. De ello no tenía la menor duda. Podía ver las olas muriendo pacíficamente en la arena de la playa. Ondulaciones metafísicas que se retorcían para, después, destensar su agitación y regresar sosegadas a su elemento aglutinador. Se sentó. Esperó. Luego se levantó e hizo ondas en ése agua lanzando piedras invisibles. No sintió dolor. Esperó un poco más. El bramido regresó. Formidable, aterrador. Pudo escucharlo a kilómetros de distancia. Se acercaba a una velocidad asombrosa. En breve estaría sobre él. No sintió miedo. De entre las aguas surgió la colosal figura de la ballena o Leviatán. Y él se ofreció a ella. Lo tragó. No sintió dolor.



(4.             Deméter)
      
      La mujer fumaba en la cocina. Hoy no estaban los hijos. Se sirvió otra copa de un vino espeso y oscuro, muy caro, y se descalzó los zapatos de tacón alto. Se giró para mirar por la ventana: era un día claro y soleado de verano. Estaba asistiendo a una transformación del escenario físico y psíquico en el marco de una catástrofe doméstica. No hacía nada. De momento sólo bebía. Su propia alienación la estaba conduciendo a una mutación surrealista del sufrimiento. No hacía nada. De momento sólo bebía. Bebía y miraba a través de las ventanas la montaña que le habían regalado. La vida se había paralizado mientras la mujer buscaba a los hijos perdidos. ¿Ellos perdidos? ¿Perdida ella? En aquel entonces uno o una nunca sabía.
     Arteaga revoloteaba sobre las ruinas del laberinto en el jardín. Estaba disfrutando. El hallazgo de sus nuevas facultades le hacían sentir que el mundo había tomado un nuevo sentido o que quizás carecía por completo de él. Cualquiera de las dos alternativas le llenaba de un júbilo casi pueril y le dotaba de energías renovadas. Qué diferente esa percepción de los antiguos y oscuros ¿presagios? Estaba como loco o quizás era ahora cuando empezaba a ver las cosas del modo en que realmente eran. Sin tapujos, dobleces o trampantojos. Sin espejos que le devolvieran una imagen fraudulenta o trucada. Perseguía a los pájaros o los insectos alados como si fuera un chiquillo. Hacía un picado. Se entretenía en escribir palabras obscenas con su vuelo en el vacío. Atravesaba las nubes bajas y simulaba descansar en ellas o morderlas. Abría los brazos y planeaba, dejándose arrastrar por las suaves corrientes de aire. Ascendía hasta casi quedarse sin oxígeno y después regresaba haciendo un tirabuzón. Saludaba desde el aire a su mujer en la cocina y ella fingía no haberle visto y se giraba y se echaba el vino al coleto.

     Tras un largo rato Arteaga se posó ante la puerta y entró en la casa. Cruzó desnudo el pasillo y al llegar a la cocina recogió sus alas. La mujer estaba borracha y lloraba. Apenas se entendía lo que decía, pero eran sapos y culebras. Se había dedicado a pelar unas cuantas granadas y luego a machacarlas con su zapato. En cuanto vio al hombre le tiró uno de ellos a la cabeza y luego otra cosa y otra. Arteaga trató de calmarla -no sé explicaba- de abrazarla, pero ella le rechazaba. A cada intento de él, la mujer empleaba más fuerza en apartarlo. Le empujó fuera de sí. Él retrocedió, trastabillado. Entonces ella, con un gesto de rabia, se arrancó la ropa: la camisa manchada de vino en el pecho que parecía sangre, la falda de moaré, las preciosas braguitas caras y el sostén también caro. Le dijo:

     -¿Puedes saber quién soy ahora?

     Él dijo:

     -Sí, tú eres mi mujer.

     Ella dijo:

     -¿Estás seguro?

     Él dijo:

     -Nos conocemos desde hace tanto…

     Ella dijo:

     -¿El tiempo necesario?

     Él dijo:

     -Por supuesto. Desde siempre.

     Y ella dijo:

     -Tú no me conoces.

     Y entonces ella se giró, y no fue su hermosa espalda lo que Arteaga pudo ver. Lo que vio fue otro rostro de mujer en el reverso de la cabeza rapada, otros senos en aquella espalda tatuada, otra vulva en el lugar del firme trasero operado; otra mujer completa, pero ajena o secreta. Un ser imposible. Una aberración de la naturaleza. Había allí, en esa deformidad, dos mujeres; una pegada a la otra, la otra pegada a la una. Y las dos lloraban. Arteaga podía haber esperado una guerra interplanetaria, un culto esotérico, un muerto treinta años antes que regresa en busca de la inmortalidad, una vaticinadora que vende destinos ¿pero aquello? ¿Quién era aquella quimera? ¿Era su esposa, con quien había concebido dos hijos y a quien había amado de forma tan tierna y apasionada? ¿Qué había ocurrido con ella? ¿Dónde había estado? ¿De qué infierno había surgido o regresado? Arteaga se echó atrás y cerró los ojos y cuando los volvió a abrir no había allí sino una piel o membrana glauca, una materia cuya textura podía ser una mezcla de polvo y mucosidad. Entonces volvió a hacerse presente el bramido, sólo que esta vez, sin duda, procedía del interior de su cabeza. Todas las conexiones neuronales crujiendo, gritando. El mapa cerebral de una guerra nuclear. Se hincó de rodillas. Se llevó las manos a la cabeza y se echó a llorar.

     Horas más tarde su mujer y sus hijos lo encontraron tirado en el suelo. En posición fetal. Clac, clac, los zapatos de alto tacón. Toda la casa alborotada, colmada de suaves plumas blancas. Había una niebla espesa y azul en el salón. La cáscara verde de una esfera, reventada como una pupa y las puertas habían desaparecido. Un silencio amenazante lo invadía todo.

     
     FIN

     
       P.D: Todo esto que he contado, oh, querido lector, puede parecerte fantástico y poco creíble, extraño o extravagante. Pero yo te digo que es tan cercano a ti como tus propios dedos.


  

Refugio... por Marco Antonio Raya

Refugio
Por Marco Antonio Raya



Hemos destripado a la ballena
y hemos comido dentro.

Fuera, a pleno silencio, unas bisagras rompen el fragor de este monte de carne.

Un pequeño fantasma alza sus ojos vacíos hacia el cielo limpio como una navaja y vaga con la boca bien abierta. Ahí anidarán docenas de insectos, millones de huevos con millones de crías en la comisura de sus labios. Flota. Navega. Y arrastra una enorme cola que llega hasta su antigua casa, hasta los que velan una camisa muerta y un pequeño diente.

Y nosotros estamos escondidos bajo la piel, pero también está llena de ampollas que revientan si las miramos. Hiede.

Mis tres hermanas lloran con la voz de mis padres y yo les tapo la boca con ambas manos, con la frente, con un resoplido que hace temblar todo mi cuerpo menguante.

Lo hago para que el fantasma del niño pase de largo y no nos vea.

Pero siempre lo hace.



miércoles, 14 de diciembre de 2011

La Guerra Santa, un poema de René Daumal... por Álvaro Barcala y Derriere



Gente en las alcantarillas... por Tony Fuentes


GENTE EN LAS ALCANTARILLAS
Por Tony Fuentes


                                                            Y todo esto será principio de dolores.
                                           Mateo 24:8

                                                I
Un hombre viajaba en tren desde Madrid al norte de España. Esa misma tarde había recibido una llamada telefónica: su padre se encontraba muy enfermo y no parecía que fuera a sobrevivir. En cuanto el hombre colgó el teléfono salió disparado hacia la estación. Mientras hacía cola para sacar los billetes una mujer entabló conversación con él. La mujer necesitaba dinero, decía, porque su hija había fallecido recientemente y quería resucitarla. Cuando el hombre, dándose cuenta de que la mujer estaba completamente loca, se negó a darle dinero, la mujer le amenazó. Ya en el tren se quedó dormido. En el sueño estaba encerrado en una cueva y seres extraños a los que no podía ver le propinaban descargas eléctricas. Cuando despertó creyó ver a la mujer de la estación a través de su ventanilla, danzando en el campo nocturno. El hombre sacudió la cabeza y volvió a dormirse. Cuando el tren llegó a su ciudad natal su padre ya estaba muerto.

II
Un enfermero de El Ferrol rompe esa misma noche con su novia. Regresan de la boda de un amigo común y empiezan a discutir muy fuerte mientras ella conduce. En un momento dado el coche está a punto de salirse de la carretera y estrellarse contra un concesionario de autocaravanas, pero ella, aun ahogándose en lágrimas, recupera el control del vehículo y lo detiene en el arcén. No hay más coches a la vista, tampoco luces. Ella le pide a él, a gritos, que abandone el coche y su vida. Él obedece sin rechistar, mostrándose orgulloso. Apenas ha bajado a la carretera el coche sale despedido hacia la oscuridad. De repente el enfermero se da cuenta de que está solo. Desde el concesionario de autocaravanas le llegan soplidos y voces.

III
Cada año cientos de personas desaparecen en medio de carreteras y autopistas. Sus vehículos son encontrados en algunas ocasiones y en otras no. Los desaparecidos regresan unas veces y otras no. Cuando regresan son incapaces de adaptarse a los ritmos de la vida diaria: como zombis haitianos, deambulan día y noche con la mirada perdida en el horizonte de asfalto.

IV
Un hombre toma un tren en El Ferrol con destino Madrid. Ha estado todo un día vagando por la ciudad gallega y en el momento de tomar asiento en su vagón no conserva el más mínimo recuerdo de haberlo hecho. Toma una revista abandonada en el asiento de enfrente y empieza a hojearla. La revista es de decoración de interiores. Pasa las páginas sin interés y con la misma indiferencia contempla las fotografías a toda página de casas decoradas de forma ininteligible para él. Esto le lleva a pensar en su infancia en una aldea leonesa completamente desierta. Su abuela le hacía acompañarle al cuarto de la caldera. Cuando las llamas empezaban a consumir la leña, un suspiro se escapaba del aparato. ¿Qué es eso?, preguntaba él. El Fantasma de la Caldera, contestaba la abuela.

V
Es domingo de elecciones. Los colegios electorales todavía están cerrados a cal y canto, y un coche patrulla se detiene delante de cada uno de ellos, las luces oscilando silenciosamente. Aún es de noche. Uno de estos colegios es dejado atrás por un camión renqueante. El conductor está asfixiándose mientras llora en silencio.

VI
El cadáver del enfermero fue hallado tres días después. En Los Santos, Almería, a más de mil kilómetros del lugar donde desapareció. Llevó varias semanas identificarlo. Nadie reclamó el cadáver y, durante su traslado a El Ferrol para ser enterrado, volvió a desaparecer. Las autoridades le dijeron a la familia que darían con el cuerpo. Mintieron.

VII
En una gasolinera de Burgos, un coche patrulla se detiene. Permanece detenido durante muchos minutos antes de que sus dos ocupantes lo abandonen. Los dos policías se acercan a un camión estacionado no muy lejos de ellos, echan un vistazo, hacen sus comprobaciones. Después se miran y sin hablar deciden algo. Entran en el lavabo de caballeros de la gasolinera. De una de las letrinas sacan a dos hombres y una mujer. Los hombres están vestidos, pero con los pantalones por la rodilla, y la mujer está desnuda. Uno de los hombres está casado con la mujer. Los policías mandan a casa al matrimonio y ordenan al hombre que queda que se suba los pantalones. Después lo esposan y le informan de que está arrestado. El hombre, que es el propietario del camión, no protesta. Le meten en el asiento trasero del coche patrulla y suspira en silencio. El coche huele mal. Huele a heces y a caramelo.

VIII
Los colegios electorales abren sus puertas. En uno de ellos la multitud agolpada a la entrada irrumpe como un tsunami humano, precipitándose sobre las mesas. Cientos de manos enloquecidas manipulan frenéticamente las papeletas, cortándose las cutículas, amputándose los dedos que salen disparados. Alguien saca un cubo y una fregona y empieza a dar cuenta de la sangre que salpica el suelo en chorros pollockianos. Los presidentes y los vocales de la mesa no dan abasto. Alguien, puede que un vocal, lee el nombre del camionero arrestado. El presidente de la mesa se vuelve hacia él y anuncia: Mi padre murió ayer por la noche. El vocal se encoge de hombros y mira cómo el conserje escurre la sangre brillante en el cubo.

IX
Una mujer sale a la calle en la noche de las elecciones. Ya se sabe quién ha ganado, pero a ella no le ha interesado enterarse. Se encuentra con unas amigas, y unos amigos, con los que quiere celebrar su reciente divorcio. Para tal efecto van en primer lugar a un restaurante mexicano y a continuación a una cervecería irlandesa. La noche va estupendamente y las risas y las bromas gobiernan la reunión. La mujer decide retirarse a casa pues se ha hecho demasiado tarde y al día siguiente tiene que trabajar. Camina por la calle pensando en uno de sus acompañantes, uno especialmente atractivo, cuando un hombre de aspecto extraño le sale al paso, blandiendo una navaja no demasiado grande y exigiendo que le entregue todo el dinero. La mujer obedece rápidamente, pero el atracador cambia de opinión. La empuja hacia el interior de un callejón y allí la viola.

X
El hombre pasa la noche soñando con su padre muerto. En el sueño su padre le trata con frialdad; no le permite abrazarle, le habla desde la distancia. Datos acerca de crímenes, acerca del paradero de ciudadanos desaparecidos en extrañas circunstancias. Los dos hombres, padre e hijo, charlan tensamente acerca de otras cuestiones. El padre habla: hay cosas en la noche y en lo que la noche rodea que uno no conoce y aunque conociera no podría entender. Estoy durmiendo, se dice el hombre, y despierta. Sale de la cama tosiendo sangre: dos gruesos pegotes de color escarlata en el fondo del inodoro. En el camino al trabajo el metro se detiene: algunas personas comentan que varios individuos se han arrojado a las vías. El día en la oficina pasa lento y pesado. En los pasillos se escuchan voces hablando del resultado de las elecciones, pero cada vez que el hombre se asoma no logra ver a nadie.

XI
En un apartamento un gato merodea solitario. De la calle llegan sonidos de obra. Dentro del hogar retumban las cañerías a través de las paredes. El gato sigue el invisible descenso de las heces con la mirada. La puerta del dormitorio se abre, e irrumpe el fantasma de una mujer: no tiene labios ni párpados, el pelo casi arrancado del cuero cabelludo. El gato se oculta bajo la cama cuando el fantasma de la mujer corre hacia él con los brazos extendidos hacia delante y profiriendo un grito mudo.

XII
Sentado a una mesa de la cafetería de la oficina junto con otros hombres, el hombre come en silencio.

XIII
El Rey convoca a todas las españoles frente a la televisión. Son circunstancias extraordinarias. El hombre mira al Rey en la pantalla. Anuncia que tiene algo que decirnos. Intenta empezar, pero no puede: se interrumpe y se echa a llorar tapándose la cara con las manos.

XIV
Un hombre viajaba en tren desde Madrid al norte de España. Esa misma tarde había recibido una llamada telefónica: su padre se encontraba muy enfermo y no parecía que fuera a sobrevivir. En cuanto el hombre colgó el teléfono salió disparado hacia la estación. Mientras hacía cola para sacar los billetes una mujer entabló conversación con él. La mujer necesitaba dinero, decía, porque su hija había fallecido recientemente y quería resucitarla. El hombre la miró un momento, mientras hablaba, y le pareció reconocer en la mujer a una antigua amante. Al cabo de una fracción de segundo cayó en la cuenta de que no le recordaba a una amante, sino a un recuerdo distorsionado de su propia madre. Sintiéndose asqueado e incapaz de articular una excusa, se alejó mirando por encima del hombro a la gesticulante mujer. El tren salió puntual de la estación.