domingo, 20 de enero de 2013

EN EL MUNDO DEL YINN


LA ROTURA DEL CRISTAL que la co-protagonista afirma a cámara que es un zafiro tallado en forma de corazón —esto último también nos lo tiene que decir, porque a mí y a Matsuhito Oda, comisario de la muestra de Nuevo Cine de Terror Palestino, nos recuerda más bien a un escroto de plexiglás— provoca la explosión escatológica del formidable yinn, esparcido por toda la habitación en un huracán de humo amarillo que sólo podemos imaginarnos con el olor de la nicotina, nunca el del prometido azufre.
Esto agradecédselo al señor Oda, que ha cogido la costumbre de fumar un cigarrillo rubio para festejar el intermedio entre cada una de las cintas. Ahora se asoma a uno de los pasillos exteriores del edificio que acoge el teatro y se recuesta contra los barrotes que le separan de una caída de trescientos pies, poco más de cien metros. Todo queda mucho más impresionante en pies, concluye Matsuhito, en absoluto un hombre dado a compartir este tipo de reflexiones en voz alta pero que no tiene más remedio que disculparme ahora porque soy yo el que os lo está presentando. «Nada puedes hacer. Es por tu bien.» Además, si os explicara cómo sus temibles veredictos se reducen a marcar una serie de casillas en un formulario estándar que los organismos culturales adjuntos a la Secretaría del Departamento Superior de la Prefectura de la capital y que nadie le ha oído desde hace dos años verbalizar un criterio —a no ser que contemos cuando aspira y cuando exhala el humo de este cigarrillo, casi a medio consumir— doy por hecho que le detestaríais con todas las fuerzas que os dejara libre vuestro soberano aburrimiento. Mejor que sepáis que Matsuhito piensa en realidad esto: «El Nuevo Cine Palestino de Terror recibe su nombre de la mera mediocridad y mojigatería de los críticos saudíes, parece que incapacitados por pura genética para esgrimir un nombre meridianamente atrayente, como los pretéritos gore, snuff o slasher, que es a fin de cuentas a vender a lo que vienen estas películas hechas con un presupuesto miserable y la sola bendición del software libre para los efectos especiales con los que disimular unas actuaciones que hasta hace poco menos de tres años confundían el talento con mirar durante quince minutos fijamente a una amapola.» Por supuesto, esto tiene que quedar entre nosotros. Nadie quiere dar la mínima excusa para provocar un incidente diplomático con la confabulación siria, persa e iraquí que provocó el Colapso Heroico de Israel y la liberación definitiva de los territorios ocupados a cambio de los reflujos últimos de la prospección de crudo en la zona[...].

EL PAQUETE LLEGA a manos de Haruki Mowe en una tarde lluviosa y especular, propia de un tifón. Sabemos que la chica se llama Haruki porque así es como oímos a una mujer entrada en la mediana edad dirigirse a ella desde el recibidor donde aguarda inmóvil y solícito el cartero. Carrera apresurada por las escaleras. Manos de cera y rígidas, las del funcionario, que sólo se suavizan, se repliegan, cuando las de Haruki toman posesión del paquete. Una etiqueta grande pegada encima de éste es el que nos ha aportado el apellido. MOWE. Sólo Mowe. Podría ser cualquier miembro de la hipotética familia, lo que a posteriori excluye a esa señora que calificaremos de cilíndrica —algo ajada ya, pero de sonreír— que se desentiende de su contenido resolviendo, nada más plantearse, uno de las incógnitas que al espectador atento le habría suscitado esta situación. «Debe ser una de las películas del primo», exclama Haruki, de piel blanca y limpia, dientes escondidos siempre pero previsiblemente oscuros como hubiera sugerido Tanizaki —en la antípoda de esas ganguro gals a las que los días como hoy confinan en los centros comerciales de Shibuya—, detalles todos que nos hacen prever un futuro aciago para ella en cuanto suba a su habitación e introduzca el disco, no en una videoconsola, sino en un reproductor de los de toda la vida. He aquí un nuevo elogio de la candidez de la muchacha que vemos saltar por los aires según avanza la reproducción y asistimos a la primera entrada en escena del yinn: el rectángulo de la pantalla del televisor disociándose en cuatro espectros diagonales equivalentes —amarillo, nieve, fucsia y cian— mientras un berrido del color magenta toma posesión de todo espacio. Sin transición perceptible, ella entierra la cabeza entre las rodillas, los codos pegados a las sienes. Sigue así varios minutos, mientras la imagen del televisor vuelve a la normalidad del intrarrelato y la criatura, trazada con grosera tridimensionalidad, aplasta entre sus pechos de diseño como de tablero de ajedrez —es decir: sesenta y cuatro pezones diminutos y bicromos— a un policía local con uniforme insultantemente andrajoso para pertenecer a la verdadera y ya extinta policía israelí. El anciano protagonista —el afamado actor Muhammed Sirta— permanece arrodillado en una oración que, por ahora, no requiere traducción: Haruki se incorpora sólo cuando oye estas palabras. Una blanda baba corre lacrimal abajo por sus ojos congestionados; no me atrevería a llamarlas lágrimas. Atente bien, recréate en el temblor de su boca. Los cojines amontonados junto a la cama acogen su cuerpo leve, las piernas extendidas más allá de su falda de pliegues grises y los calcetines arrullados sobre los pequeños zapatos negros de hebilla. Ahora, sí, las manos de Haruki Mowe vuelven a hacer una demostración de fuerza para que las perdamos de vista muslos adentro...  

PIENSO EN LOS TRESCIENTOS apartamentos antárticos que Takeshi Ridao ha jurado vender antes de que acabe el año —estamos en febrero— en un ejercicio masoquista como el de aquel perro legendario recreándose en la ausencia cotidiana de su dueño. Cada mañana, por cierto, pasa él por delante de la estatua consagrada al pobre animal en la estación de tren que le reclama como puerta de acceso a la rutina del trabajo. Flores y turistas indios, brasileños, n la plaza. Donativos. Un mural de infantiles nubes con formas presumiblemente cánidas y positivamente blancas. «Las construcciones son en realidad pequeños búnkeres excavados en el hielo que extraen toda la energía necesaria de la falsa tectónica de las placas de hielo deslizándose desde las extremas cordilleras centrales. Tecnologías ultrasónicas. Garantía filipina para treinta y dos años.»  Takeshi escribe ese mismo número de correos electrónicos distintos y recibe setenta y cinco llamadas de agentes inmobiliarios interesados en la nueva franja de negocio. Sus rostros oscurecidos por las tristes cámaras de laptops de gama baja. «Por favor, tuteame», les pide él con una incierta sensación de repugnancia cuyo olor le sigue hasta el vagón. Aunque Japón no huela ya. Hay noventa y siete leyes al respecto. Ciudadanos que se apiñan en la asepsia. El comercial mira a su alrededor y reflexiona sobre picos de hasta diez mil pies bajo el hielo que la geografía contemporánea no ha logrado predecir, y se sumerge en su paisaje como en el croma de una película de los primeros años ochenta. Esto enlazaría con Matsuhito Oda, de pasada, pero no volveré sobre ello hasta más adelante. Ahora otros sucesos reclaman mi atención. También la de Takeshi, que siente en el sismógrafo de sus omóplatos el empellón y el flujo de la corriente de los cuerpos sacudidos imperceptible, inconfundiblemente. Trata de girarse sin llamar demasiado la atención, sus mocasines siguiendo la rotación de las agujas del reloj. Trata de abrirse paso entre la hostilidad del muro de somnolencia y after shave inocuo. Sólo lo suficiente hasta alcanzar a ver el rostro de la chica, gacho y de pelo corto, similar al de las recepcionistas robóticas que Toie Co. implantó en sus oficinas hace años. Las que vestían extraños monos blancos sin cremallera, las malas lenguas dicen que porque las blusas de los uniformes convencionales nunca duraban abrochadas más allá de la hora punta. Y aunque Takeshi gusta de jurar que fue testigo de episodios de este tipo —si bien nada nos obliga a darle crédito— el caso es que también la pasajera de ahora mismo está semidesnuda, rodeada de ávidas sombras hábiles, ejecutivas, borrosas que le tapan la boquita que lanza raros hipidos de vergüenza que no constituyen por sí mismos una verdadera resistencia. No me importa lo que te hayan contado —todo el mundo tiene algún amigo que ha viajado a Tokio— pero cosas así no son habituales. No al menos desde que se promulgaron las cincuenta y siete leyes antes mencionadas. Tan sorprendida como yo por esta actividad madrugadora, urbana, se manifiesta la erección entre las piernas de Takeshi Ridao, como quien amaga inútilmente con alargar un brazo hacia esa piel truncada —como quien amaga inútilmente con pertenecer—.

HARUKI MOWE FROTA SU MEJILLA con la manga derecha de su rebeca, el pequeño puño a su vez envuelto en el poliéster y el mudo estruendo del bofetón aún reverberando en el almacén vacío a dónde la ha llevado Matsuhito Oda,    nuestro héroe actual, que parece algo conmocionado por la muerte de su amigo y casi hermano, T. Ridao, en una de las orgías espontáneas que han colapsado la red de transporte público del país. Brevísimas secuencias sepia del rostros añorado, sobreimpresas encima de los pantallazos de los informativos de televisión que arrojan una cifra en caracteres árabes —mil quinientas veinticinco— que presuponemos es el número de víctimas mortale desde aquella aciaga jornada de hace tres semanas. No lo he dicho todavía, pero Matsuhito recibió una llamada de despedida. Haruki vuelve a intentarlo: a gatas ahora, lenta pero tan firme aproximándose hacia la pernera izquierda del pantalón de su pantalón que él piensa que podría propinarle un puntapié y nadie lo censuraría. Las braguitas de la muchacha, de un color blanco y deportivo, se le han deslizado hasta los leotardos. No habla, por supuesto: las chicas muertas ya no hablan, pero Matsuhito Oda ha hecho una promesa a la memoria de Takeshi y salvar a Haruki es la única herramienta que verdaderamente necesita para darle cumplimiento. Hay quien cree en toda la mierda del bushido y en los códigos budistas que recogen cada uno de sus cinco anillos concéntricos — como los de un árbol talado. No es mi caso. Personajes como los que he hecho aparecer aquí saben que la amistad —que la lealtad— sólo es posible entre hombres buenos. En consecuencia, Oda separa un poco las piernas y se afirma sobre ellas mientras se baja la bragueta. El chorro huele a cinco horas retenido en la vejiga. Haruki no aparta la cara. Ambos lloran. Si en el mundo de los yinn fuera posible la música ambiental la de este gesto serían seis violines arrastrando la longevidad de un sintetizador eléctrico. Aunque el Nuevo Cine de Terror Palestino recurre con frecuencia a las guitarras eléctricas para puntuar la rara melancolía de la destrucción, que nada nos perdona. «Hemos llegado tarde —explicarán tres días después a Oda en su comparecencia ante el Gabinete del Primer Ministro— por no haber acertado a tiempo con el diagnóstico. No era la película, nunca lo ha sido. El pasado martes se proyectó en los cines de Ceilán con gran éxito de taquilla en salas de ambos sexos y varias edades y sin provocar el mínimo incidente reportado.» Es decir, aclaremos el entrelineado, que las advertencias del crítico en foros de videojuegos, vídeos por Internet y cartas de periódicos sobre el verdadero origen de la plaga habrían entorpecido la labor de los expertos convocados por los poderes públicos, perfectas víctimas de la histeria colectiva. Como cuando alguien denuncia los intereses de las compañías farmacéuticas tras las campañas de vacunación masiva de una nueva enfermedad. Daría ya igual. Nadie les culpa. El mismísimo Primer Ministro le tranquiliza. «Les daremos a ustedes dos algunas horas de ventaja.»

LARGAS GUIRNALDAS DE FUEGO troquelan las playas de todo el archipiélago para despedir a las muchachas. La radio del coche asegura que son visibles desde el espacio, desde el mismo satélite que les traslada el amaneramiento de la actualidad, de las bombas caseras de napalm que las patrullas ciudadanas han repartido por las estaciones de metro de las grandes ciudades. Se les invita a llevar la persecución hasta los bloques de apartamentos donde padres confusos y amantes celosos las ocultan. «No hagan concesiones.» A continuación nos recuerdan cómo el Shinkansen, el histórico tren bala, descarriló después de que siete operarios fueran asaltados por adolescentes hambrientas de felación. «El raíl es la muerte.» En consecuencia, Matsuhito Oda ya sabe qué ocurrirá con Haruki cuando lleguen a la costa. Han pasado seis días. La amenaza del Gobierno aún no se ha materializado. La radio anuncia una larga cascada de dimisiones. Él no se engaña. «Ya estamos muertos», recita salvando insalvables distancias, y acaricia la rodilla de Haruki, dormida en el asiento del copiloto. Deberían parar a lavarse en alguna de las acequias que bordean estas carreteras secundarias. Quizá, si hay suficiente caudal, sumergir el rostro de Haruki — al tiempo que la penetra por última vez. El pequeño revólver que le legó Takeshi haría demasiado ruido en estos campos no necesariamente despoblados, pese a la catástrofe. O mejor el cuchillo de cocina que la pequeña Haruki esgrimía   la primera vez que la vio, después de dar cuenta del ama de llaves. «Después de lo que le pasó a sus padres yo soy su familia», lloraba Takeshi al otro lado de la línea, perdido entre los jadeos de su última voluntad. «¿Cuántas veces puede escribirse la palabra 'muerte' hasta romper el conjuro? Hagamos la prueba.» El cielo renuncia a su ternura azulada con el crepúsculo. Desde aquí, donde Matsuhito echa por fin el freno de mano, en este vado de hierva prensada, este horizonte de siega, puede olerse el humo bendito que nos da otra oportunidad.        

«EN EL MUNDO DEL YINN, los ángeles y los hombres somos extranjeros por igual. Lo afirma el Sagrado Corán, que también nos revela que para las postrimerías del Tiempo ellos dejarán de ser invisibles para nosotros.» Con estos rótulos, que la distribuidora taiwanesa ni se molestó en traducir, arrancaba la película que Matsuhito revisó por la insistencia del casi hermano y a estas alturas ya fenecidísimo Takeshi Ridao. «El rey Soleymán, hijo de Daud, encarceló a setenta y siete de las jerarquías de este pueblo.» Haruki Mowe la recibió de manos de su generoso pariente, el comercial de páramos de hielo. «Es indiscutible, pues, que se les puede someter.» Ahora recordamos que la tibia cabecita adolescente está repleta de imágenes de las a estas alturas más que pretéritas gals de rostros artificialmente perfilados y cardados explosivos como los sortilegios de los que los grandes monarcas hebreos se sirvieron para alzar un diminuto imperio arqueológicamente discutible. Mira en Internet. Mira el polémico artículo firmado por Tarek Mabdul en una de las más prestigiosas publicaciones de la Universidad de El Cairo. El titulado «Iblís o el contratiempo», homónimo con la película que dirigiría siete años después, con el Colapso en ciernes […] «Alguno de los efrit sirven al hombre respetando escrupulosamente la voluntad de Alá, pero no son los más poderosos», admite el alter ego de Tarek mientras busca en las vitrinas del Viejo Museo del final alguna de las vasijas selladas por una piedra azul —que dicen que es zafiro— que lleva escrito en él, de alguna manera prodigiosa, el nombre del Altísimo. Antes de tomar la decisión de ahorcarse, Matsuhito Oda se palmea la frente con alegre furia, como quien recuerda de repente que se dejó las llaves puestas en  la cerradura del portal. Ya era tarde para cualquier otra cosa. «Ojalá no hubiéramos desperdiciado nuestro tercer deseo» le susurra a la magullada Haruki, quien entre las brumas del Olvido concedido alcanza también a ver las huellas en forma de hoja de parra del inmenso saurio que  habría depositado toda la ternura atómica de Oda sobre el hemisferio ajeno de este mundo que tampoco a Ti te pertenece ya, Señor, sino a Tus obras.

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