domingo, 17 de marzo de 2013

EL COBARDE ASESINATO DE THOMAS STEARNS ELIOT A MANOS DEL TRAIDOR ANTONIO MACHADO EN PARÍS

originalmente publicado en Black Pulp Box
Siempre que trato de contaros esta historia me imagino la prolongada felación que la mulata al servicio como ama de llaves de Henri Bergson aplicaba a su patrón, ay, hijos míos, justo cuando los gendarmes acudían a un número hoy borrado de la Rue Percival para dar noticia de la desgracia sucedida entre aquellos dos alumnos extranjeros y también, ¿por qué negarlo?, pedir algún tipo de asesoramiento al célebre maestro cuyas conferencias revolucionaban por aquellos años el alma, hasta los adoquines, de París.

Y considero que es una lástima, hijos míos, que mi deberes como padre me hayan impedido mencionaros en toda su pormenorizada realidad las previas circunstancias de aquella entrevista, pues al tiempo, por mis propios códigos personales de narrador y ético, me he visto incapaz de hurtaros lo cierto de hombres de esos a los que otros os enseñarán a venerar y, en definitiva, la lucha por forjar este equilibrio de la cotidianeidad que atañe a cualquiera con corazón, me ha llevado hasta el presente día a guardar un global silencio ante vosotros acerca de los hechos a cuya reconstrucción consagré mi vida.
Así que sirva este prefacio a un libro que jamás leeréis, si acaso, cuando yo haya muerto y mi único legado sea una engorrosa biblioteca de resecos lomos que recorreréis con los ojos vidriados por alguna repentina suerte de remordimiento, para resolver esta perpetua deuda con vosotros: ojalá quizá que tantas cosas os explique al revisarla desde una retrospectiva de este falso tiempo en el que nuestro compatriota y español Machado todavía escupe a su verdugo, el neblinoso amanecer de guillotina, un «¡Para ser ahorcado hermoso día!» que tenía que pasar a la Historia, aunque ninguno de lo guardias se molestara en traducírselo al francés.
«Tiroteo entre negros estudiantes de la Sorbona», clamaban las portadas de los vespertinos sólo unas pocas horas después del suceso, ignorando todavía el verdadero alcance y circunstancias del mismo, siendo estas:
a) la agonía del americano T. S. Eliot en un café de vidrieras paganas a donde le llevó en primer lugar su amigo Jean Verdenal, a la sazón todavía estudiante de medicina, sin atreverse a moverle más, ante la certeza de lo letal del rebote de la bala en el omóplato y su posterior salida por el pómulo en una carambola de plomo digna del más morboso Ducasse —o de un Goethe en plena posesión de sus facultades irónicas;
b) los labios reventados de Antonio, su ferocidad castellana que hizo voltearse en el aire a más de uno de los agentes contra los que, sin embargo, en ningún momento quiso abrir fuego, gesto al que ellos correspondieron con la cortesía de las varas de madera y acero, no la de las bayonetas, para reducirle a lo desdentado y cojo durante lo escueto que le quedaría de vida.
Pienso, sí, en Henri Bergson, en su clímax roto por el timbre de la puerta y el azoramiento instintivo de Lupe, la mulata, a punto de recibir en su garganta la descarga diaria y ya pensando en cómo disimular el desgarrón de sus enaguas al levantarse e ir a abrir, pero me cuesta sentir piedad por él. Pese a la jocosa descripción de la escena que el inspector Garroux supo —o dijo saber— deducir por encima de los ocultamientos provincianos de sus dos protagonistas, y que quedó reflejada en los centenarios archivos policiales a los que tuve acceso durante mi investigación de seis meses en la ciudad, mientras vosotros, hijos míos, atormentabais a mi esposa, vuestra madre, con belicosas niñerías que anticipaban futuros desvaríos a los que soy perfectamente capaz de admitir que debí prestar más atención.
Yo entiendo, igual que todos entendemos, que el dolor de Bergson al tomar consciencia de aquella fórmula de desamor doméstico no era exactamente «dolor» ni provenía del anverso del amor, tal y como nuestra retrasada postmodernidad patria entiende que ha de hablarse del «amor», sino que se traducía en una rabia más bien pétrea, inconmovible-ergo-ficticia en su temporalidad «doméstica». Una vez que hubo finalizado, soltó la cabellera rizada de la mujer y, sin mediar palabra, el que se puso en pie fue él; no tuvo tiempo a hacer lo mismo ella, que cayó empujada sobre sus nalgas con una protesta humilde y sonreída.
De espaldas a la puerta del despacho, inclinado con displicencia sobre su atiborrado escritorio, esperó el ilustre-hoy-ya-no-tanto filósofo a las visitas. Si le sorprendió que fuera la Policía, no lo demostró, según cuenta Garroux, aunque la sirviente parecía completamente aterrorizada. El inspector, que ya había asistido informalmente a varias conferencias de Bergson, a quien dirigió el trato de profesor, no percibió tampoco el menor atisbo de reconocimiento hacia su persona, si bien, en lugar de sentirse herido en su egolatría, decidió ahorrarse el prolegómeno de re-presentaciones y no enredarse con una madeja de ceremonias que estaban bien para dar la noticia de la desaparición de su tesorero a un club de viudas de la última debacle de Napoleón III, no para esto, y refirió en unas pocas frases los puntos principales del sumario que a esas alturas ya tenían más o menos aclarados y que eran los siguientes:
1) que Thomas Stearns Eliot, prometedor vástago séptimo de una familia industrial de Saint Louis (Estados Unidos del Norte de América) con títulos por la Universidad de Harvard y una estratosférica genealogía de académicos, predicadores e incluso presidentes del país a sus espaldas, tras una intensa noche de jarana con sus amigos Alain Fournier y Jacques Rivière, amén del ya mencionado Jean Verdenal,
2) se encontraron con Antonio Machado, profesor de instituto en Soria (España), de donde se decía que había huido por un supuesto escándalo con la hija de sus huéspedes, una casi niña de quince años que le había acompañado a París, según se especuló en un primer momento, simulando ser su esposa,
3) siendo lo expuesto en el punto anterior fruto de las declaraciones de la propietaria de la pensión donde la pareja se alojaba, una mujer mayor de Nimes divorciada de un español que, a su vez, había marchado sin más explicaciones al Norte de África, por lo que podemos achacarle algo de animadversión en contra del señor Machado1, que en el momento de los hechos referidos en el presente informe no se hallaba asistido por dicha muchacha, que más adelante resultó que sí que era su esposa,
4) conociéndose al parecer de vista ambos sujetos, Eliot y Machado, por haber coincidido en los cursos ofrecidos por el doctor Henri Bergson, justo es recalcarlo, junto a otros muchos extranjeros y franceses, sobre todo funcionarios, iniciaron una conversación en el marco de un tugurio mal llamado Café Royal (sic), conocido en el Barrio Latino por sus ínfulas de verdadera bohême al alojar a una casta de borrachos terminales que tenían la rijosa costumbre de aderezar sus delirios con enfáticos versos con los que parecían divertirse los transeúntes tanto como ellos,
5) dicha conversación en un momento dado derivó a un grosero cruce de epítetos en un tosco francés, al tiempo que las sombras del local, según los testigos empezaban a revelarse como la plata de las fotografías, hasta que los cuerpos siguieron a las lenguas en un cruce de empellones y agarradas de solapas que no concluyó hasta que el señor Eliot propinó a su oponente, de mayor edad, dos tandas rapidísimas de golpes en las corvas y el mentón que le hicieron verse derribado, momento en que el americano alzó los brazos en una carcajada de triunfo que se volvió para compartir con sus compañeros
6) los cuales, jurando no haber intervenido en la violencia precedente como corresponde a la hombría gala en materia de trifulcas, se vieron sorprendidos en ese momento por la revelación, por volver a utilizar el mismo símil fotográfico, de que su compañero de los últimos meses en París, tenía una piel soberbiamente negra y unos músculos faciales abrumados por la inmensidad de la victoria, según relataron varias veces en las horas posteriores sin incurrir en más contradicciones que las comprensibles generadas por un trauma
7) como el del disparo que rompió la bullanga del Café Royal (sic), enfervorecida por la pelea previa, en un guirigay de gritos y humores del que se alzaba Antonio Machado, también negro, ¿no se habían dado cuenta?, con un revolver Derringuer de muy pequeño calibre y antigüedad más que cuestionable, pero que había servido para taladrar la carne y los huesos de Eliot, en virtud de una trigonometría a la que he aludido más arriba, sin darle a éste la menor ocasión de defenderse o mirar cara a cara a su verdugo.
«Es curioso», dijo Bergson, anticipándose a las cuestiones de la Autoridad, «pues recuerdo el nombre de mis alumnos de otras razas2 y ninguno de ellos respondía a los nombres de los dos individuos a los que menciona, que asocio con individuos de corte más occidental, si eso algo más calvo y grueso, si se quiere, el español». «Pero es que no acaba aquí mi relato», replicó el agente, pasando a describirle:
8) cómo al caer al suelo y ser trasladado a un diván ante la atenta mirada de Verdenal, más preocupado por la herida que por la piel de Eliot, ésta, la dermis, empezó, por decirlo de algún modo, a clarear y su rostro a desestilizarse3 hasta adquirir la enjuta anglosajonidad que hasta entonces se le había atribuido, y expirar.
Voy a hablaros a continuación de Bergson rascándose o atusándose de alguna forma el bigotito que hacía sólo unos minutos se había enterrado entre las piernas de Lupe, más que nada porque es el gesto que se espera de un intelectual de su talla e incluso yo lo imito a veces, en las temporadas en las que me dejo barba y es lo que se espera: la verosimilitud es más importante que la veracidad en narraciones como la que aborda este prefacio que os dedico, etcétera; lo que me temo, puesto así, es que Bergson parecía tener tan claro tras la explicación final del inspector, cuál no era su papel en esta trama que seguramente esa pausa dramática ni siquiera se produjo, por mucho que Garroux nos lo describa.
«Temo que no podré servirle de testigo: ni asistí al desgraciado suceso, ni puedo intuir sus motivos verdaderos ni, por lo que se ve, podré identificar satisfactoriamente a sus actores. El abogado defensor seguramente me haría titubear con dos frases hábiles que constataran que no soy tan buen fisonomista como me creía...» insistió. Añadió: «A no ser que me esté diciendo que da crédito a esa ilusión colectiva de que ambos se volvieron negros durante el suceso, lo cual puede explicarse por la mala calidad de la absenta u otras substancias con las que su profesión seguramente está más familiarizada que la mía».
«No, profesor, no me he hecho entender y lo lamento: lo que le digo es que el señor Machado, español y sin antecedente africano alguno en su genealogía según nos ha asegurado el consulado de su país, sigue siendo negro ahora mismo en nuestras celdas, mientras usted y yo mantenemos esta conversación.»
Ignoro cuánto tardó Bergson en asimilar esta declaración, pero Lupe escuchaba atónita tras una puerta entreabierta y con el corazón encogido, compungida hasta tal punto que su mudo estremecimiento llamó la atención de los gendarmes que acompañaban a Garroux y trasladaron este detalle concreto a su superior.
He de añadir yo ahora que la transitoria negritud de Thomas Stearns Eliot fue motivo de bastante más escándalo que la ya definitiva de Machado, y fuente de algún quebradero de cabeza para la diplomacia gala cuando Verdenal, Fournier y Riviére se emperraron en que aquello era lo-sucedido y no cabía enmienda posible, envalentonados ante las amenazas de demandas por parte de una familia que, a su juicio, representaba lo peor de la voracidad burguesa de Nueva Inglaterra, Estados Unidos y, por ende, del Progreso y el Relativismo. Porque no se puede sostener que sintieran simpatía alguna por ser negro.
Por contra, Manuel Machado, hermano del reo, no tuvo problemas en reconocer a éste durante una breve entrevista supervisada por el propio Garroux, pero que el autor de Ars Moriendi refiere mucho mejor en sus escritos marcados por una influencia simbolista que, combinada con el folclore andaluz, hacía como más plausibles estas cosas a mi ojo especialista. Por cierto, a dicho influjo postbaudeleriano tampoco era ajeno Eliot, si bien, como por motivos obvios no llegó a escribir su visión del suceso. nos quedamos sin saber cómo lo hubiera tamizado el gracejo de Harvard.
En fin: Manuel admitió que el acento y la envergadura de su hermano eran inimitables, por más que la rabia y descaro de su nuevo color (ya que todo se reducía a eso, al color4, podían resultar novedosas), pero comprensibles conociendo las razones últimas del crimen, que Garroux ya podía olerse cuando tuvo su charla con Bergson ante la catatonia en la que se refugió inicialmente la esposa de Machado, Leonor, una muñequita, según el fiscal, de realmente apenas dieciséis años y que protagonizó una célebre actuación en el juicio, cuando aderezó sus lágrimas con esputos de sangre y un desmayo que para nada se consideró sobreactuado: así, tuberculosa y repudiada por su familia política y carnal, murió desahuciada en París sólo seis meses después de su marido, el único que, contra viento y marea, nunca quiso renunciar a ella.
«Dígame, profesor, ¿es concebible que un hombre cambie de raza y aspecto a esa velocidad en una situación que apela a sus más primitivos instintos, y que otro hombre recorra el mismo camino y todavía más, en ida y vuelta, hasta su ser original?»
Más tarde, Garroux confesaría al responsable judicial de prefectura que ésta era la única pregunta que le había llevado hasta Bergson, quien, no obstante, mostró en todo momento estar más interesado por «escaquearse» de la obligación de testificar que por arrojar alguna luz sobre el asunto en base a sus profundos conocimientos sobre la memoria, el tiempo y la conciencia. Tanto es así, que ante la insistencia del inspector, alzó la voz para llamar a la asustada Lupe, quien se presentó igual de desgreñada que antes porque en ningún momento se había permitido apartarse de la puerta para acicalarse.
«Mírela, señor Garroux, y dígame si esta belleza combinada de linajes pretéritos5 y futuros podría alcanzarse en una mera concatenación de borracheras y reyertas.» La mujer guardaba silencio. «¡Mírela!», ordenó el filósofo, y el policía tuvo que buscarle los ojos y asentir a la profundidad aquella que le restallaba, seguramente desde el asco y la tristeza, aunque nunca lo sabré. Tan sólo puedo especular en función de lo que leo. Garroux se limita a explicar que aquí el tono de Bergson se puso mucho más hostil y no dejó de escudarse en la presencia, francamente hermosa, sí, de la sirviente hasta que los policías dieron por hecho que no tenía más sentido permanecer allí.
El inspector no tenía por aquel entonces nada contra los judíos, pero desconfiaba de los contactos en las altas esferas del profesor, por lo que desestimó incluirle en la lista de testigos que le pidió el juez. Con buen tino: pronto los vespertinos cambiaron los titulares por frases estereotipadas como «Otelo español asesina a joven millonario yanqui» y todos los derivados que uno pueda imaginar, y la tensión habitual entre los círculos artísticos en esos años de vanguardia encontró un canal para encauzarse. Conocido el caso de la amante que le rompió a Pablo Picasso la nariz en el transcurso de una borrachera junto al Sena, según dijo, para ver si también se transformaba; tras la pertinente detención, denuncia y reconciliación, el consenso ente su círculo más próximo se dividió entre dos vertientes:
a) que el malagueño llevaba tanto tiempo entre franceses que había perdido su magia pasional sustituyéndola por una lujuria polimórfica,
b) que, a pesar de todo, un negro como Dios manda nunca levantaría la mano a una mujer.
Pero poco más después de esto y tener a Bergson guardando silencio acerca del asunto por casi treinta años no sorprende en absoluto. Lo que sí lo hace es que lo rompiera sin dar más motivos que un breve viaje a Burdeos en noviembre de 1936, emprendido contra el consejo de sus médicos, y que le sirvió para tomar contacto con algunos de los primeros exiliados de la recién iniciada guerra española. Anotar también que el inspector Garroux no llegó a leer «El asesinato de Thomas Stearns Eliot a manos de Antonio Machado»6: murió de complicaciones pulmonares contraídas en el campo de batalla de la Primera Gran Guerra, y aunque le hubiera dolido no ser ni siquiera mencionado por Bergson en su libro, al menos se consolaría sabiendo que planteó una duda que consumiría los últimos años de aquella próspera vida intelectual.
Duda que, no obstante, no halla en estas páginas que os traigo propiamente una respuesta: no es tanto la negritud de sus protagonistas lo que intenta explicar, en tanto es algo que se despacha como síntoma de una «manera de ser hombre» que se liberó en ambos con el crimen y otras violencias no legalmente sancionadas.
Interesa más el currículo plausible que le adjudica a Eliot, converso al catolicismo, nacionalizado francés y seducido sólo parcialmente por el ideario protofascista de Charles Maurras; pergeñando versos7 que en principio recordaban a un Laforgue todavía más anglificado pero se endurecerían con la Guerra8 o, mejor dicho, se afilarían hasta recordar a una suerte de Apollinaire tectónico y letal que revolucionaría las letras inglesas, haciendo palidecer incluso al excesivo Joyce. En su fantasía, Bergson incluso se dejó sobrevivir por él, instaurándole en una creciente oposición al avance de Hitler que era quizá una forma de profecía de su propio final real9.
No tuvo la misma generosidad con el otro Machado, a quien depositó bajo una escasa lápida del cementerio de Colliure, a pocos metros de la de su madre, que había huido con él de la España caída bajo las zarpas de Franco en los primeros días de 1939, tras acompañarse mutuamente durante los anteriores veinticinco años con su respectiva soledad de viudos.
Duro veredicto, por supuesto, este de la madre encallecida como una mayúscula y el hijo cada vez más achicado, pálido, vencido por la planitud de Soria de la que ni los ocasionales poemas lugareños ni la admiración de algunos de los jóvenes tigres madrileños, en busca de honestidad y héroes, lograron nunca rescatarle, pues para él el Tiempo había caducado — y si alguna vez ha habido alguien que entendiera el tiempo para poder hablar de esta manera, hijitos míos, ése fue, ay, siempre el gran filósofo Henri Bergson; es esto lo único que os puedo decir de él en lo que sigue: este LEEDLE y este SALUDAD.
1 Huelga decir que el tribunal no hizo menor caso a esta puntualización del inspector Garroux a sus propias pesquisas, cuya exhaustividad no puedo por menos que alabar.
2 Y Garroux no podía intuir la profunda ironía que escondía el término «raza» pronunciado por quien será el máximo mártir de la ocupación, exactamente treinta años después.
3 «Nunca había caído en la cuenta, hasta el interrogatorio de Machado, en la adusta elegancia del negroide frente a la de todos nuestros franceses, embrutecidos, se diría, por milenios de neblina y Religiones del Libro», anotó en un margen de su informe el inspector Garroux, que cometió el imperdonable error de olvidarse de borrarlo a continuación, lo cual también explica la desidia de los jueces a tenerle en cuenta y, por ende, a pensar con otros ojos su condena al compatriota nuestro, ay, hijos míos.
4 De hecho, las imágenes existentes de Antonio Machado antes y después de la transformación no reflejan cambios fisionómicos tan profundos como los que se describieron en Eliot, que en cualquier caso siempre fueron puestos en cuestión por las abundantes tesis de los escépticos neoyorquinos a favor de la inmutabilidad de los genes americanos.
5 Linajes que no me he molestado en recopilar, lo admito, por pereza y porque ninguna de las biografías que he consultado de Bergson dan constancia de la existencia de Lupe, ni siquiera las más últimas, que tildan directamente de fraude el informe de Garroux o, meramente, de los desvaríos de un admirador pesado y molesto por la indiferencia con la que le despachó su ídolo.
6 Me he permitido aderezar el título de mi edición para distinguirla de la canónica, pero llena de condescendencias, que Enrique Vila-Matas publicó en Visor hace quince años, esa que me visteis, hijos míos, arrojar al suelo del cuarto de estar de nuestro piso en Azuqueca, con tan mala suerte que no llegó al suelo, sino que cayó contra la mesa de cristal reventándola en el acto con el cabreo superlativo de mi mujer y madre vuestra.
7 Nos consta a mí y a casi todos mis colegas de fijación que los periódicos americanos que cubrieron el juicio insistieron de tal forma en presentarle como víctima de la irracionalidad salvaje, enemiga del Amor que incluso llegaron a manipular algunos de sus poemas para concederles una forma fofa y complaciente, lo que forzaría a la familia y a la Universidad de Harvard a publicar una edición canónica y fiel de los mismos que, paradójicamente, se convirtió en un éxito en Francia cuando Paul Claudel afrontó su traducción ya en los años veinte.
8 En la que Bergson le hace participar con fervor patriótico desempeñando en misteriosas tareas de Inteligencia y Despacho acerca de las que, evidentemente, siempre se ahorró dar algún detalle.
9 En la madrugada del 3 de septiembre de 1941, y a pesar de su avanzada edad, su delicado estado de salud y una fama todavía en auge en toda Europa que le había evitado, por ejemplo, lo más crudo de la persecución oficial contra los suyos en el país ocupado, Bergson fue sacado de su casa por unos soldados franceses y fusilado por los cargos de colaborador con grupos de la resistencia. En los quince años siguientes fue el poeta René Char, bajo su disfraz de capitán Alexandre, quien lideró la multitudinaria operación de caza y captura de cada uno de sus verdugos y ocho de sus superiores, cuyos nombres nunca trascendieron.

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