por Ramón Masca
originalmente publicado en Black Pulp Box
Siempre
que trato de contaros esta historia me imagino la prolongada felación
que la mulata al servicio como ama de llaves de Henri
Bergson
aplicaba a su patrón, ay, hijos míos, justo cuando los gendarmes
acudían a un número hoy borrado de la Rue
Percival
para dar noticia de la desgracia sucedida entre aquellos dos alumnos
extranjeros y también, ¿por qué negarlo?, pedir algún tipo de
asesoramiento al célebre maestro cuyas conferencias revolucionaban
por aquellos años el alma, hasta los adoquines, de París.
Y considero que es una
lástima, hijos míos, que mi deberes como padre me hayan impedido
mencionaros en toda su pormenorizada realidad las previas
circunstancias de aquella entrevista, pues al tiempo, por mis propios
códigos personales de narrador y ético, me he visto incapaz de
hurtaros lo cierto de hombres de esos a los que otros os enseñarán
a venerar y, en definitiva, la lucha por forjar este equilibrio de la
cotidianeidad que atañe a cualquiera con corazón, me ha llevado
hasta el presente día a guardar un global silencio ante vosotros
acerca de los hechos a cuya reconstrucción consagré mi vida.
Así
que sirva este prefacio a un libro que jamás leeréis, si acaso,
cuando yo haya muerto y mi único legado sea una engorrosa biblioteca
de resecos lomos que recorreréis con los ojos vidriados por alguna
repentina suerte de remordimiento, para resolver esta perpetua
deuda con vosotros: ojalá quizá que tantas cosas os explique al
revisarla desde una retrospectiva de este falso tiempo en el que
nuestro compatriota y español Machado
todavía escupe a su verdugo, el neblinoso amanecer de guillotina, un
«¡Para ser ahorcado hermoso día!» que tenía que pasar a la
Historia,
aunque ninguno de lo guardias se molestara en traducírselo al
francés.
«Tiroteo
entre negros estudiantes de la Sorbona»,
clamaban las portadas de los vespertinos sólo unas pocas horas
después del suceso, ignorando todavía el verdadero alcance y
circunstancias del mismo, siendo estas:
a)
la agonía del americano T.
S. Eliot
en un café de vidrieras paganas a donde le llevó en primer lugar su
amigo Jean
Verdenal,
a la sazón todavía estudiante de medicina, sin atreverse a moverle
más, ante la certeza de lo letal del rebote de la bala en el
omóplato y su posterior salida por el pómulo en una carambola de
plomo digna del más morboso Ducasse
—o de un Goethe
en plena posesión de sus facultades irónicas;
b)
los labios reventados de Antonio,
su ferocidad castellana que hizo voltearse en el aire a más de uno
de los agentes contra los que, sin embargo, en ningún momento quiso
abrir fuego, gesto al que ellos correspondieron con la cortesía de
las varas de madera y acero, no la de las bayonetas, para reducirle a
lo desdentado y cojo durante lo escueto que le quedaría de vida.
Pienso,
sí, en Henri
Bergson,
en su clímax roto por el timbre de la puerta y el azoramiento
instintivo de Lupe,
la mulata, a punto de recibir en su garganta la descarga diaria y ya
pensando en cómo disimular el desgarrón de sus enaguas al
levantarse e ir a abrir, pero me cuesta sentir piedad por él. Pese a
la jocosa descripción de la escena que el inspector Garroux
supo —o dijo saber— deducir por encima de los ocultamientos
provincianos
de sus dos protagonistas, y que quedó reflejada en los centenarios
archivos policiales a los que tuve acceso durante mi investigación
de seis meses en la ciudad, mientras vosotros, hijos míos,
atormentabais a mi esposa, vuestra madre, con belicosas niñerías
que anticipaban futuros desvaríos a los que soy perfectamente capaz
de admitir que debí prestar más atención.
Yo
entiendo, igual que todos entendemos, que el dolor de Bergson
al tomar consciencia de aquella fórmula de desamor doméstico no era
exactamente «dolor» ni provenía del anverso del amor,
tal y como nuestra retrasada postmodernidad patria entiende que ha de
hablarse del «amor», sino que se traducía en una rabia más bien
pétrea, inconmovible-ergo-ficticia en su temporalidad «doméstica».
Una vez que hubo finalizado,
soltó la cabellera rizada de la mujer y, sin mediar palabra, el que
se puso en pie fue él; no tuvo tiempo a hacer lo mismo ella, que
cayó empujada sobre sus nalgas con una protesta humilde y sonreída.
De
espaldas a la puerta del despacho, inclinado con displicencia sobre
su atiborrado escritorio, esperó el ilustre-hoy-ya-no-tanto filósofo
a las visitas. Si le sorprendió que fuera la Policía,
no lo demostró, según cuenta Garroux,
aunque la sirviente parecía completamente aterrorizada. El
inspector, que ya había asistido informalmente a varias conferencias
de Bergson,
a quien dirigió el trato de profesor,
no percibió tampoco el menor atisbo de reconocimiento hacia su
persona, si bien, en lugar de sentirse herido en su egolatría,
decidió ahorrarse el prolegómeno de re-presentaciones y no
enredarse con una madeja de ceremonias que estaban bien para dar la
noticia de la desaparición de su tesorero a un club de viudas de la
última debacle de Napoleón
III,
no para esto, y refirió en unas pocas frases los puntos principales
del sumario que a esas alturas ya tenían más o menos aclarados y
que eran los siguientes:
1)
que Thomas
Stearns Eliot,
prometedor vástago séptimo de una familia industrial de Saint
Louis
(Estados
Unidos del Norte de América)
con títulos por la Universidad de Harvard
y una estratosférica genealogía de académicos, predicadores e
incluso presidentes del país a sus espaldas, tras una intensa noche
de jarana con sus amigos Alain
Fournier
y Jacques
Rivière,
amén del ya mencionado Jean
Verdenal,
2)
se encontraron con Antonio
Machado,
profesor de instituto en Soria
(España),
de donde se decía que había huido por un supuesto escándalo con la
hija de sus huéspedes, una casi niña de quince años que le había
acompañado a París,
según se especuló en un primer momento, simulando ser su esposa,
3) siendo lo expuesto en el punto anterior fruto de las declaraciones
de la propietaria de la pensión donde la pareja se alojaba, una
mujer mayor de Nimes
divorciada de un español que, a su vez, había marchado sin más
explicaciones al Norte
de África,
por lo que podemos achacarle algo de animadversión en contra del
señor Machado1,
que en el momento de los hechos referidos en el presente informe no
se hallaba asistido por dicha muchacha, que más adelante resultó
que sí que era su esposa,
4)
conociéndose al parecer de vista ambos sujetos, Eliot
y Machado,
por haber coincidido en los cursos ofrecidos por el doctor Henri
Bergson,
justo es recalcarlo, junto a otros muchos extranjeros y franceses,
sobre todo funcionarios, iniciaron una conversación en el marco de
un tugurio mal llamado Café
Royal (sic),
conocido en el Barrio Latino por sus ínfulas de verdadera bohême
al alojar a una casta de borrachos terminales que tenían la rijosa
costumbre de aderezar sus delirios con enfáticos versos con los que
parecían divertirse los transeúntes tanto como ellos,
5)
dicha conversación en un momento dado derivó a un grosero cruce de
epítetos en un tosco francés, al tiempo que las sombras del local,
según los testigos empezaban a revelarse
como la plata de las fotografías, hasta que los cuerpos siguieron a
las lenguas en un cruce de empellones y agarradas de solapas que no
concluyó hasta que el señor Eliot
propinó a su oponente, de mayor edad, dos tandas rapidísimas de
golpes en las corvas y el mentón que le hicieron verse derribado,
momento en que el americano alzó los brazos en una carcajada de
triunfo que se volvió para compartir con sus compañeros
6)
los cuales, jurando no haber intervenido en la violencia precedente
como corresponde a la hombría gala en materia de trifulcas, se
vieron sorprendidos en ese momento por la revelación,
por volver a utilizar el mismo símil fotográfico, de que su
compañero de los últimos meses en París,
tenía una piel soberbiamente negra y unos músculos faciales
abrumados por la inmensidad de la victoria, según relataron varias
veces en las horas posteriores sin incurrir en más contradicciones
que las comprensibles generadas por un trauma
7)
como el del disparo que rompió la bullanga del Café
Royal
(sic), enfervorecida por la pelea previa, en un guirigay de gritos y
humores del que se alzaba Antonio
Machado,
también negro, ¿no se habían dado cuenta?, con un revolver
Derringuer
de muy pequeño calibre y antigüedad más que cuestionable, pero
que había servido para taladrar la carne y los huesos de Eliot,
en virtud de una trigonometría a la que he aludido más arriba, sin
darle a éste la menor ocasión de defenderse o mirar cara a cara a
su verdugo.
«Es
curioso», dijo Bergson,
anticipándose a las cuestiones de la Autoridad,
«pues recuerdo el nombre de mis alumnos de otras razas2
y ninguno de ellos respondía a los nombres de los dos individuos a
los que menciona, que asocio con individuos de corte más occidental,
si eso algo más calvo y grueso, si se quiere, el español». «Pero
es que no acaba aquí mi relato», replicó el agente, pasando a
describirle:
8)
cómo al caer al suelo y ser trasladado a un diván ante la atenta
mirada de Verdenal,
más preocupado por la herida que por la piel de Eliot,
ésta, la dermis, empezó, por decirlo de algún modo, a clarear
y su rostro a desestilizarse3
hasta adquirir la enjuta anglosajonidad que hasta entonces se le
había atribuido, y expirar.
Voy
a hablaros a continuación de Bergson
rascándose o atusándose de alguna forma el bigotito que hacía sólo
unos minutos se había enterrado entre las piernas de Lupe,
más que nada porque es el gesto que se espera de un intelectual de
su talla e incluso yo lo imito a veces, en las temporadas en las que
me dejo barba y es lo que se espera: la verosimilitud es más
importante que la veracidad en narraciones como la que aborda este
prefacio que os dedico, etcétera; lo que me temo, puesto así, es
que Bergson
parecía
tener tan claro tras la explicación final del inspector, cuál no
era su papel en esta trama que seguramente esa pausa dramática ni
siquiera se produjo, por mucho que Garroux
nos lo describa.
«Temo
que no podré servirle de testigo: ni asistí al desgraciado suceso,
ni puedo intuir sus motivos verdaderos ni, por lo que se ve, podré
identificar satisfactoriamente a sus actores. El abogado defensor
seguramente me haría titubear con dos frases hábiles que
constataran que no soy tan buen fisonomista como me creía...»
insistió. Añadió: «A no ser que me esté diciendo que da crédito
a esa ilusión colectiva de que ambos se volvieron negros
durante el suceso, lo cual puede explicarse por la mala calidad de la
absenta u otras substancias con las que su profesión seguramente
está más familiarizada que la mía».
«No,
profesor, no me he hecho entender y lo lamento: lo que le digo es que
el señor Machado,
español y sin antecedente africano alguno en su genealogía según
nos ha asegurado el consulado de su país, sigue siendo negro
ahora mismo en nuestras celdas, mientras usted y yo mantenemos esta
conversación.»
Ignoro
cuánto tardó Bergson
en asimilar esta declaración, pero Lupe
escuchaba atónita tras una puerta entreabierta y con el corazón
encogido, compungida hasta tal punto que su mudo estremecimiento
llamó la atención de los gendarmes que acompañaban a Garroux
y trasladaron este detalle concreto a su superior.
He
de añadir yo ahora que la transitoria negritud
de Thomas
Stearns Eliot
fue motivo de bastante más escándalo que la ya definitiva de
Machado,
y fuente de algún quebradero de cabeza para la diplomacia gala
cuando Verdenal,
Fournier
y Riviére
se emperraron en que aquello
era lo-sucedido
y no cabía enmienda posible, envalentonados ante las amenazas de
demandas por parte de una familia que, a su juicio, representaba lo
peor de la voracidad
burguesa
de Nueva
Inglaterra,
Estados Unidos
y, por ende, del Progreso
y el Relativismo.
Porque no se puede sostener que sintieran simpatía alguna por ser
negro.
Por
contra, Manuel
Machado,
hermano del reo, no tuvo problemas en reconocer a éste durante una
breve entrevista supervisada por el propio Garroux,
pero que el autor de Ars
Moriendi
refiere mucho mejor en sus escritos marcados por una influencia
simbolista que, combinada con el folclore andaluz, hacía como más
plausibles estas cosas a mi ojo especialista. Por cierto, a dicho
influjo postbaudeleriano tampoco era ajeno Eliot,
si bien, como por motivos obvios no llegó a escribir su visión del
suceso. nos quedamos sin saber cómo lo hubiera tamizado el gracejo
de Harvard.
En
fin: Manuel
admitió que el acento y la envergadura
de su hermano eran inimitables, por más que la rabia y descaro de su
nuevo color
(ya que todo se reducía a eso, al color4,
podían resultar novedosas), pero comprensibles conociendo las
razones últimas del crimen, que Garroux
ya podía olerse cuando tuvo su charla con Bergson
ante la catatonia en la que se refugió inicialmente la esposa de
Machado,
Leonor,
una muñequita,
según el fiscal, de realmente apenas dieciséis años y que
protagonizó una célebre actuación en el juicio, cuando aderezó
sus lágrimas con esputos de sangre y un desmayo que para nada se
consideró sobreactuado: así, tuberculosa y repudiada por su familia
política y carnal, murió desahuciada en París
sólo seis meses después de su marido, el único que, contra viento
y marea, nunca quiso renunciar a ella.
«Dígame, profesor, ¿es
concebible que un hombre cambie de raza y aspecto a esa velocidad en
una situación que apela a sus más primitivos instintos, y que otro
hombre recorra el mismo camino y todavía más, en ida y vuelta,
hasta su ser original?»
Más
tarde, Garroux
confesaría
al responsable judicial de prefectura que ésta era la única
pregunta que le había llevado hasta Bergson,
quien, no obstante, mostró en todo momento estar más interesado por
«escaquearse» de la obligación de testificar que por arrojar
alguna luz sobre el asunto en base a sus profundos conocimientos
sobre la memoria, el tiempo y la conciencia. Tanto es así, que ante
la insistencia del inspector, alzó la voz para llamar a la asustada
Lupe,
quien se presentó igual de desgreñada que antes porque en ningún
momento se había permitido apartarse de la puerta para acicalarse.
«Mírela,
señor Garroux,
y dígame si esta belleza combinada de linajes pretéritos5
y futuros podría alcanzarse en una mera concatenación de
borracheras y reyertas.» La mujer guardaba silencio. «¡Mírela!»,
ordenó el filósofo, y el policía tuvo que buscarle los ojos y
asentir a la profundidad aquella que le restallaba, seguramente desde
el asco y la tristeza, aunque nunca lo sabré. Tan sólo puedo
especular en función de lo que leo. Garroux
se limita a explicar que aquí el tono de Bergson
se puso mucho más hostil y no dejó de escudarse en la presencia,
francamente hermosa, sí, de la sirviente hasta que los policías
dieron por hecho que no tenía más sentido permanecer allí.
El
inspector no tenía por aquel entonces nada contra los judíos, pero
desconfiaba de los contactos en las altas esferas del profesor,
por lo que desestimó incluirle en la lista de testigos que le pidió
el juez. Con buen tino: pronto los vespertinos cambiaron los
titulares por frases estereotipadas como «Otelo
español asesina a joven millonario yanqui» y todos los derivados
que uno pueda imaginar, y la tensión habitual entre los círculos
artísticos en esos años de vanguardia encontró un canal para
encauzarse. Conocido el caso de la amante que le rompió a Pablo
Picasso
la nariz en el transcurso de una borrachera junto al Sena,
según dijo, para ver si también se transformaba;
tras la pertinente detención, denuncia y reconciliación, el
consenso ente su círculo más próximo se dividió entre dos
vertientes:
a)
que el malagueño llevaba tanto tiempo entre franceses que había
perdido su magia
pasional
sustituyéndola por una lujuria
polimórfica,
b)
que, a pesar de todo, un negro como Dios
manda nunca levantaría la mano a una mujer.
Pero
poco más después de esto y tener a Bergson
guardando silencio acerca del asunto por casi treinta años no
sorprende en absoluto. Lo que sí lo hace es que lo rompiera sin dar
más motivos que un breve viaje a Burdeos
en noviembre de 1936, emprendido contra el consejo de sus médicos, y
que le sirvió para tomar contacto con algunos de los primeros
exiliados de la recién iniciada guerra española. Anotar también
que el inspector Garroux
no llegó a leer «El asesinato de Thomas
Stearns Eliot
a manos de Antonio
Machado»6:
murió de complicaciones pulmonares contraídas en el campo de
batalla de la Primera
Gran Guerra,
y aunque le hubiera dolido no ser ni siquiera mencionado por Bergson
en su libro, al menos se consolaría sabiendo que planteó una duda
que consumiría los últimos años de aquella próspera vida
intelectual.
Duda
que, no obstante, no halla en estas páginas que os traigo
propiamente
una respuesta: no es tanto la negritud
de sus protagonistas lo que intenta explicar, en tanto es algo que se
despacha como síntoma de una «manera de ser hombre» que se liberó
en ambos con el crimen y otras violencias no legalmente sancionadas.
Interesa
más el currículo plausible que le adjudica a Eliot,
converso al catolicismo, nacionalizado francés y seducido sólo
parcialmente por el ideario protofascista de Charles
Maurras;
pergeñando versos7
que en principio recordaban a un Laforgue
todavía más anglificado pero se endurecerían con la Guerra8
o, mejor dicho, se afilarían
hasta recordar a una suerte de Apollinaire
tectónico
y letal
que revolucionaría las letras inglesas, haciendo palidecer incluso
al excesivo Joyce.
En su fantasía, Bergson
incluso se dejó sobrevivir por él, instaurándole en una creciente
oposición al avance de Hitler
que
era quizá una forma de profecía de su propio final real9.
No
tuvo la misma generosidad con el otro
Machado,
a quien depositó bajo una escasa lápida del cementerio de Colliure,
a pocos metros de la de su madre, que había huido con él de la
España
caída bajo las zarpas de Franco
en los primeros días de 1939, tras acompañarse mutuamente durante
los anteriores veinticinco años con su respectiva soledad de viudos.
Duro
veredicto, por supuesto, este de la madre encallecida como una
mayúscula y el hijo cada vez más achicado, pálido, vencido por la
planitud
de Soria
de la que ni los ocasionales poemas lugareños
ni la admiración de algunos de los jóvenes tigres madrileños, en
busca de honestidad y héroes,
lograron nunca rescatarle, pues para él el Tiempo
había caducado — y si alguna vez ha habido alguien que entendiera
el tiempo para poder hablar de esta manera, hijitos míos, ése fue,
ay, siempre el gran filósofo Henri
Bergson;
es esto lo único que os puedo decir de él en lo que sigue: este
LEEDLE y este SALUDAD.
1
Huelga decir que el tribunal no hizo menor caso a esta
puntualización del inspector Garroux
a
sus propias pesquisas,
cuya exhaustividad no puedo por menos que alabar.
2
Y Garroux
no podía intuir la profunda ironía que escondía el término
«raza» pronunciado por quien será el máximo mártir de la
ocupación, exactamente treinta años después.
3
«Nunca había caído en la cuenta, hasta el interrogatorio de
Machado,
en la adusta elegancia del negroide frente a la de todos nuestros
franceses, embrutecidos, se diría, por milenios de neblina y
Religiones
del Libro»,
anotó en un margen de su informe el inspector Garroux,
que cometió el imperdonable error de olvidarse de borrarlo a
continuación, lo cual también explica la desidia de los jueces a
tenerle en cuenta y, por ende, a pensar con otros ojos su condena al
compatriota nuestro, ay, hijos míos.
4
De hecho, las imágenes existentes de Antonio
Machado
antes y después de la transformación no reflejan cambios
fisionómicos tan profundos como los que se describieron en Eliot,
que en cualquier caso siempre fueron puestos en cuestión por las
abundantes tesis de los escépticos neoyorquinos a favor de la
inmutabilidad
de los genes americanos.
5
Linajes que no me he molestado en recopilar, lo admito, por pereza y
porque ninguna de las biografías que he consultado de Bergson
dan constancia de la existencia de Lupe,
ni siquiera las más últimas, que tildan directamente de fraude
el informe de Garroux
o, meramente, de los desvaríos de un admirador pesado y molesto por
la indiferencia con la que le despachó su ídolo.
6
Me he permitido aderezar el título de mi edición para distinguirla
de la canónica, pero llena de condescendencias, que Enrique
Vila-Matas
publicó en Visor
hace quince años, esa que me visteis, hijos míos, arrojar al suelo
del cuarto de estar de nuestro piso en Azuqueca,
con tan mala suerte que no llegó al suelo, sino que cayó contra la
mesa de cristal reventándola en el acto con el cabreo superlativo
de mi mujer y madre vuestra.
7
Nos consta a mí y a casi todos mis colegas de fijación que los
periódicos americanos que cubrieron el juicio insistieron de tal
forma en presentarle como víctima de la irracionalidad salvaje,
enemiga del Amor
que incluso llegaron a manipular algunos de sus poemas para
concederles una forma fofa y complaciente, lo que forzaría a la
familia y a la Universidad
de
Harvard
a publicar una edición canónica
y fiel
de los mismos que, paradójicamente, se convirtió en un éxito en
Francia
cuando Paul
Claudel
afrontó su traducción ya en los años veinte.
8
En la que Bergson
le hace participar con fervor patriótico desempeñando en
misteriosas tareas de Inteligencia y Despacho acerca de las que,
evidentemente, siempre se ahorró dar algún detalle.
9
En la madrugada del 3 de septiembre de 1941, y a pesar de su
avanzada edad, su delicado estado de salud y una fama todavía en
auge en toda Europa
que le había evitado, por ejemplo, lo más crudo de la persecución
oficial contra los suyos en el país ocupado, Bergson
fue sacado de su casa por unos soldados franceses y fusilado por los
cargos de colaborador con grupos de la resistencia. En los quince
años siguientes fue el poeta René
Char,
bajo su disfraz de capitán
Alexandre,
quien lideró la multitudinaria operación de caza y captura de cada
uno de sus verdugos y ocho de sus superiores, cuyos nombres nunca
trascendieron.
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