viernes, 5 de abril de 2013

CAPÍTULO QUINTO



Es muy importante, casi diría que se trata de la primera regla, esto de follar con hombres y mujeres que nunca vayan a leer tus libros, máxime teniendo en cuenta que el sesenta y cinco por ciento, aproximadamente, de los títulos recogidos este año por los suplementos culturales de la prensa generalista (fuente: Estudio General de Medios) se ocupa directa o indirectamente de personas que contemplan desde una pose de superioridad [no tanto en términos de Cultura como vagamente morales, entrelazando inextricablemente ambos factores como si en realidad ya lo estuvieran por naturaleza (las buenas personas son aquellas con las que se puede mantener una conversación)], a sus amantes ocasionales.

Digo además: en el FuturoEspaña dejó al fin de confundir el liberalismo con la conservaduría y se entregó a una verdad científica que sustituía la falacia religiosa que hasta entonces se había esgrimido para esgrimir el egoísmo, ahora orgulloso, como timón auténtico delbien común.
Dicen que la gente salió a la calle y tomó voz.
Ergo es muy importante decirle a la gente a dónde va su voz porque son como los hombres y mujeres con los que tenemos sexo ocasional (estirando, si se quiere, lo de ocasional hasta las seis o siete veces a lo largo de un periodo de tres años intercalando largas pausas rencorosas) y la inmensa mayoría de las veces entra en nuestra vida con ideas preconcebidas que por pura vagancia ni nos molestamos en rehacer; también dudamos que nos lo permitieran.
Tener sexo ocasional no excluye la masturbación, cómo podría en estos tiempos, si incluso los astronautas hacinados en módulos minúsculos de factura post-soviética disfrutan de la imagen de hacendosas madres de familia del Ensanche de Vallecas que aprovechan un cambio de turno en el trabajo y se encierran en el cuarto de su hijo mayor, a esas horas en el Instituto, y conectan cámaras y sincronizan satélites con la habilidad de gente que, seguramente, es mucho más joven que yo y tiene una soltura con los cables y los píxeles que le permite incluso degustar con la mirada las burbujas de esperma que brotan de los espasmos del comandante médico de la misión Murray B. Ceresne, que en gravedad cero recuerdan vagamente al padecimiento de los fetos cuando rompen la vulva de sus madres; aunque, si algo sé de las estaciones espaciales del Futuro es que nadie en su sano juicio dejaría circular libremente las blancura de su material genético si es algo profesional, de manera que Murray B. Ceresne usa un preservativo para contener lo eyaculado y lo que tanto ilusiona a la mujer serán, seguramente, alguna clase de interferencias.
Como las que escoltan a Karen J. Sandoz cuando le presento todo esto y ella va se desabrocha el mono y me muestra la prenda interior muy ajustada y promete que no pasará de ahí, aunque los dos sabemos que miente, y pregunto qué es lo que veo a su espalda y me explica que se trata de insectos y pequeños vertebrados en los que quieren comprobar diversas reacciones al espacio: los murciélagos y su imprescindible sónar, los ratones con genes cancerígenos insertadosad hoc o una rara variedad de hongo que parasita a hormigas y les induce un determinado comportamiento necesario para la difusión de esporas.
Ya hace calor en el Ensanche de Vallecas, se huele a través de las ventanas y yo me despojo de camiseta y Karen J., a no sé cuantos mil kilómetros de altura se sonroja como un asteroide en colisión con vuestra atmósfera, se traba, olvida por un momento el fascinante ciclo vital de las hormigas posesas; desde aquí lo noto, su mirada quizá no se desvía más que un segundo pero no puede ocultar su pulso, ni siquiera a través de los primitivos altavoces de mi ordenador mini portátil (nota para mi Futuro cuando cuaje en corrección: «ya habrá tiempo de explicar cuánto de mí es portátil»).
Se ríe, en fin, qué queréis que haga, pregunta por los libros tras de mí, de qué van y eso, desde la pantalla no se entienden los lomos; yo le digo la verdad, es comprensible, no me cree y yo sonrío y empiezo a citar de memoria la última página de la edición canónica de Sein und Zeit en alemán, idioma que no cambia nada porque ella apenas lo chapurrea, así que debe elegir: si dar por buena o no mi interpretación, o lo que ella considera mi interpretación, pues no voy a explicarle lo que pasa: que tardo unos cuatro minutos (mucho menos si no me preocupo de desgarrar el papel o me tengo que conformar con la lentitud exasperante del cambio de página en ebook) en leer, memorizar, digerir y olvidar, en la mayoría de los casos, por intrascendente, un texto medio de doscientas mil palabras; necesito de la densidad de la proto y de la post hermenéuticas germanas para enfrentarme a algo que valga la pena conservar, en cuanto libro merecedor de una  segunda oportunidad.
«Nietzsche es una puta mierda» le replico cuando me pregunta pues seguramente Nietzschesea el único filósofo que ha leído con un mínimo de profusión, es un tic de las mujeres astronautas, no me preguntéis por qué, pero no por eso voy a atemperar el tono de mi voz, que ahora hace las veces de algo así como el carrete de una caña pescar que hay que recoger con paciencia, sin dejarlo ir, pero tampoco forcejear con la fuente de tensión al otro lado del hilo y llevarlo a su ruptura; o algo así, yo soy capaz de ver el equilibrio de las fuerzas como líneas de colores y diagramas vivos, ecuaciones obvias como músculos y mi padre en el estanque me decía que era imposible para mí entender la pesca porque siempre voy a ser mil veces más rápido que cualquier pez.
Le digo que no me gusta Nietzsche porque si un mismo texto genera tal cantidad demensajes divergentes e incluso contrapuestos a lo largo de las épocas, es que algo falla en el emisor original y provoca una distorsión, un ruido sémico por llamarlo así, que no puede achacarse exclusivamente a las épocas y sus bienintencionadas (o no) revisiones.
Karen J. Sandoz guarda silencio unos instantes, entorna los párpados, algo hinchados por las pruebas de privación de sueño y el aburridísimo seguimiento de las hormigas infectadas por el hongo; después de esos instantes, me responde solo que tiene una enorme curiosidad por leer el libro que le he dicho que estoy escribiendo; algo que, evidentemente, no va a poder ser por las razones ya expuestas al principio del presente capítulo, además, su castellano (ahora hablamos en inglés) es pobre, de dos clases por semana en secundaria y quizá un verano en México, una semana en Pamplona donde aprendió a decir palabras como «chupito» (pero la verdad es que no las aprendió: la lengua le resbala por el paladar y suelta diminutas perlas de saliva que quedan flotando para que las capturen los extractores del módulo post soviético, también puedo oírlos trabajar).  
No le he dicho que soy periodista, dudo que me atreva a hacerlo; por supuesto, en el formulario de inscripción para la red de la NASA me he presentado como artista liberal, expresión que, en mi aburrimiento, he traducido siempre como un eufemismo yankee para algo a medio camino entre trickster y buscavidas y creo que solo se me ajusta convincentemente a una palabra de un antiguo dialecto olmeca que no voy a reproducir aquí, primero porque nadie supo decirme nunca cómo suena y, segundo, porque el procesador de textos que maneja mi editor es demasiado complicado como para permitirle insertar un caracter ideogramático tan enrevesado como el de laAmérica de hace más de tres mil años; sé que lo agradeceréis.
El caso es que el campo de trabajo de ella es la astrobiología, un apelativo demasiado rimbombante, en mi opinión, para la tarea de meter pequeños animales en tuppers de plástico, subirlos a un órbita y contar cuántos ejemplares han sobrevivido al trayecto; durante las semanas que llevamos tratándonos, me ha contado que lo máximo alienígena que puede imaginarse son las hormigas gobernadas por hongos oriundos de una selva ecuatorial (fuente: el ranking anual de criaturas más extrañas perpetrado por la National Geographic), sometidas a patrones de conducta y de desplazamiento cuya única  finalidad es la difusión de esporas, y yo le doy la razón, no le digo nada que le haga sospechar de su interlocutor, no le cuento la verdadera historia de cómo comencé a escribir, mis padres del estanque discutiendo con mis tutores, emperrados en convencerles de que me disuadieran de escoger la rama D —de letras puras— con un talento como el mío para las ecuaciones, los diagramas, por amor de Dios, el chico puede ser un Einstein me contaron que llegaron a decir como si aquello fuera a impresionarles tanto que decantara la balanza definitivamente del lado de la gloria lectiva del Ensanche de Vallecas, y «Einstein era un mierda» podría soltarle ahora a Karen J. Sandoz para regalarle un estremecimiento como seco, como sin peso en las entrañas, pero no lo voy a hacer porque no pienso así de Einstein, por mucho que sus matemáticas fueran incapaces de predecir lo de mi llegada, apenas sin estrépito, en un descampado que ahora ocupa un centro comercial de envergadura, rodado de pisos de factura anterior a que pinchara el 'boom' inmobiliario, de forma que imagino que podría atravesar los muros de un par de ellos solo con un salto [yo lo llamo salto, los otros que lo han visto lo llaman volar porque dicen que casi siempre trazo una línea en horizontal, la verdad es que hay mucha diferencia para mí, volar es otra cosa, aunque yo sonrío y agacho la cabeza ante los otros, que se reducen a mis padres y mis dos hermanas del estanque (los llamo así, pese a que nunca he conocido a los demás)] y recuerdo el pánico que me entró con quince años y los premios de las olimpiadas de cálculo y los enunciados que se me desarbolaban en las manos hasta la ridiculez de facilitarme dar respuestas que sabía idiotas pero que los profesores aplaudían, sin embargo, como las correctas, todo aquello tan, tan absurdo que es lo que más miedo me ha dado jamás, más que no poder jugar al futbol o lo de entregar partes falsificados para eludir las clases de Educación Física, que no me ahorraron tener que soportar los doce minutos del test de Cooper haciendo como que corría y como que jadeaba, sufriendo al máximo para no pulverizar las marcas de mi clase y las de las demás, ni las de todos los cursos pretéritos y venideros.
«Eso sí que era una mierda, no tienes ni puta idea, Karen», pero Karen J. Sandoz ni siquiera está atendiendo a lo que le estoy relatando acerca de que empecé a escribir para follarme a las chicas que leían en los actos de as asociaciones de la Facultad (no digo cuál), o al menos ha dejado de hacerlo después de una pormenorizada descripción de cómo se dejaban arrastrar a los lavabos de las plantas desiertas los viernes por la tarde y después se cabreaban porque no quería ir con ellas de bares, no entendían (no podía hacerles entender) mi miedo a ser inmune a ninguna sustancia tóxica para un cuerpo humano medio, así que puedo beber y fumar sin riesgo alguno, pero no tengo paciencia para fingir horas y horas hasta el siguiente polvo, que siempre exigían más calmado, dulce, lindo, más humano: nada ocasional.        
En mi trabajo, mi apariencia me ha seguido ayudando a progresar igual que lo que no se ve en la superficie, porque puedo escribir tan rápido como leo, y además he aprendido a simular corrigiendo eso que los primeros psicólogos llamaron «déficit de empatía», hasta el punto de lograremocionar a nuestros escasos lectores con las primeras entregas del serial acerca de los patrocinios a la NASA y cómo están degenerando hasta un punto que solo puedo explicar fingiendo esta falsa identidad y presentándome ante ti, Karen (muchacha de los grandes dientes, aunque los dientes no me importan) del estanque, que apenas me acabas de conocer hace unos días, pero de todos modos me confiesas que a nadie, ni en los módulos ni en el control de base, le preocupa que todas vuestras hormigas esté muertas flotando en los túneles excavados en sus terrarios, mientras el hongo crece y se desarrolla con extraños zarcillos negros abultando amenazantes contra las mamparas.    
«Yo te entiendo», digo; ella prosigue asegurándome que hay animales parásitos que provocan alteraciones de comportamiento en sus huéspedes, es célebre el caso de un gusano que pasa parte de su ciclo vital dentro de un caracol que devora por dentro y le hace subir, contra el elemental sentido de supervivencia, hacia las más elevadas ramas de los árboles, propiciando así el paso a su siguiente fase, dentro del intestino de voraces pájaros.
Se  interrumpe cuando me ve salir de plano, pregunta a dónde voy le digo que me estoy cambiando y reprime (saliva, la tensión de las mandíbulas, latidos otra vez) las ganas de decirme que gire la cámara, le gustaría verlo; no lo hago todavía, estoy a punto: a miles de kilómetros puedo oír, no necesito ya los altavoces, el quejido vago de las aleaciones de metales y cerámicas hinchadas por los primeros episodios de fricción atmosférica y la radiación cósmica que baña imperceptiblemente las fórmulas y las estancias.
«Sé cómo funciona con los parásitos, ¿pero cómo lo hacen los hongos?» y a ella le brillan los ojos porque, sí, era esa la Pregunta y acaba de oírla de mis labios invisibles, «son Reinos vivientes diferentes, no se parecen a las plantas pero, para que te hagas una idea, sería como si un clavel tomara posesión del cráneo de una golondrina...»
Ya, me hago a la idea.
«...quizá, no lo sabemos bien, confunden los micelios con algún tipo de alimento o material para hacer más hondas sus galerías, incluso (se ríe Karen J. Sándoz de lo que considera una ocurrencia impropia de su estricta formación) con larvas extraviadas...»
Vuelvo al plano, pero en el momento no me ve, quiero decir, no aprecia los colores bajo la pobre iluminación de mi flexo, pixelada en su pantalla.
«...si no fueran obreros y soldados asexuados podríamos decir que incluso simula alguna forma de atractivo sexual, igual que algunas flores, aunque no supiéramos ni cómo ni de qué manera disponen el cebo; pero ya será imposible averiguarlo, al menos en este viaje, con todas las hormigas muertas, una lástima sobre todo por las ilusiones de nuestros patrocinadores de laNational Geographic, tan emocionados por sus monstruos en el espacio...»
Y se interrumpe, ahora sí, esto que presento aquí es una suspensión definitiva de los puntos, porque está mirando y mirando bien y ha tenido que ver el Símbolo, ya sé que no, que no basta con la cara porque nunca os fijáis en la cara, ni aunque lo grite, me quite la gafas, lo confiese en este mismo libro: de ninguna manera me reconocéis hasta que veis alzarse el hierro sobre vuestras cabezas, reventar las quijadas de los asesinos, llorar a los misiles desprovistos de su objeto, y así, como ahora Karen J Sandoz, extendéis los índices, gritáis de júbilo e incredulidad, levitáis en vuestra lejanía ingrávida y lo queréis, lo queréis hacer con todas vuestras fuerzas, aunque implique reventar esas mamparas con la misma contundencia que rebanará el cuero cabelludo de Murray B. Ceresne y todos los demás que cometan el error de interponerse en tu camino,  si es que no les han reclutado antes las otras maravillas que os aguardan aquí abajo, en el Ensanche de Vallecas, donde vuestro estanque recupera su incendiada dignidad perpetua, y ladra, y se respira hondo, hondo y hondo, hasta donde ya no tiene ningún sentido respirar.

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