por
Francisco Jota-Pérez
El pantocrátor que da la bienvenida a los visitantes al
parque de atracciones irradia un verde fosfórico cuando recibe y refleja el
brillo del incendio desatado en el recinto, como si la salvación ya fuese
imposible de puertas adentro e incluso toda bendición, todo gesto redentor,
hubiese quedado impregnado de amenaza en tonos impostados, de los vivos colores
falsos de la credulidad suspendida a cambio del precio de la entrada.
Un exoesqueleto de combate modelo PJ-1979 cruza los
torniquetes en sentido contrario a los que tratan de huir de las llamas, los
que tosen y se asfixian entre urgentes bocanadas de pánico y oh, me cago en
Dios, esto no puede estar pasando, no puede estar pasándome a mí, no hoy. La
rara majestuosidad deforme y robótica del exoesqueleto les hace frenar en seco;
algunos reculan con torpes zancadas marcha atrás, entorpeciendo el desbocado
avance de la turbamulta, provocando un tapón de cuerpos y angustia. Tarde. El
piloto del exoesqueleto alza los brazos, y los cañones de riel gemelos en sus
puños disparan sobre la muchedumbre una nube de proyectiles de tungsteno de
nueve milímetros a tres mil quinientos metros por segundo. Es una masacre
rapidísima. En el visor del exoesqueleto, un tartare de píxeles rojo músculo y negro humo de plástico
chamuscado hipnotiza al piloto con un calidoscopio de daños colaterales.
Se abre una ventana de silencio al tiempo que el
exoesqueleto se detiene y se arrodilla en posición de reposo.
La cabeza de la máquina de guerra se despresuriza y despliega
como la cúpula de un observatorio astronómico. El piloto olisquea el aire
cobrizo fruto del incendio y la matanza, y sonríe… si acaso se le puede llamar
sonrisa a esa mueca en su rostro cetrino, apenas piel y barba de tres días
sobre una calavera cascada en más de una docena de puntos.
—Bien
—dice, para que conste en el acta levantada por la caja negra del aparato—,
bien, bien. Esto ya se ha convertido en algo más allá de la experiencia
simulada definitiva. Muy buenos efectos especiales. El fuego. Las balas. Puro
espectáculo de consumo masivo para el siglo veintiuno. Ahora, sólo queda
esperar el movimiento del adversario.
Otea a la media distancia del parque de
atracciones ardiendo frente a él. El sistema de soporte vital le inyecta dos
miligramos de alprazolam.
En algún lugar abstracto, que bien podría ser un paisaje
cámbrico virtual donde los parásitos de estática en la megafonía del parque
medran y evolucionan hacia un destino de virus informático y luego inteligencia
artificial de pleno derecho, bien resultar sólo una coordenada en el desarreglo
emocional, apenas corregido por los ansiolíticos, del piloto del exoesqueleto,
sea cual sea este lugar, aquí cierta Voz de la Conciencia carraspea para llamar
la atención.
—Contonéese
usted hasta el objetivo —ordena—. Deténgase. Bájese las bragas. Sepárese los
labios para que el objetivo pueda verle bien el orificio por el que suspira.
Acaríciese el clítoris. Avance. Empuje suavemente al objetivo hasta que éste
acceda a tumbarse. Siéntese a horcajadas sobre él. Ascienda. Móntese en su
cara. Restriéguese contra su boca y su nariz. Use su cara como instrumento de
masturbación. Dificúltele la respiración al objetivo, si es menester.
La
mujer, una Miss de la Diáspora que sólo existe en la imaginación de quien está
leyendo estas líneas, obedece con gracilidad robótica. Sin embargo, el objetivo
al que se refiere la Voz no es presa fácil; materializa de debajo de la
almohada un pequeño destornillador de cabeza de estrella y, cuando la mujer
posa una mano en su hombro para invitarle a echarse sobre la sábana de seda
turquesa, él se hace a un lado, la agarra por la muñeca, le retuerce el brazo
tras la espalda y, con un golpe seco y preciso, le introduce el destornillador
en el oído. Hondo. Hasta la empuñadura.
Plan B. La Voz de la Conciencia analiza el fiasco previo en
una décima de segundo y urde un escenario alternativo, aprovechando su natural
superioridad táctica en entornos de simulación pura.
—Dirija
al objetivo una mirada fortuita, enrojecida. Derrame exactamente seis lágrimas
—dicta—. Apele a la compasión del objetivo usando sólo lenguaje no verbal.
Ahora, hable. Diga: “señor, señor, ya sabe cómo andan de revueltos los tiempos,
señor, déme algo para que mis padres puedan comer, señor”. Tiña cada palabra con
el acento propio del espectro más miserable de la Diáspora. Acérquese al
objetivo. El contacto físico es importante, pero no lo fuerce; no queremos
sustituir compasión por asco. No tan pronto.
La
mujer tiende una mano mendicante al objetivo. Parece que las defensas del
hombre ceden, pero cuando va a palmearse el bolsillo trasero de los pantalones
para evaluar el grosor de su cartera, comprueba que sus brazos son diez veces
más fuertes de lo esperado y están recubiertos de aleación ligera y blindaje, sus
puños son cañones en miniatura conectados mediante sendas cintas
transportadoras revestidas de kevlar al cajón de munición atornillado a las
placas y los servomotores que le cubren la espalda. El objetivo se desplaza
sobre zancos todo terreno resistentes a las minas terrestres; su cuerpo está
embutido en una gruesa y larga placa torácica capaz de absorber el impacto
directo de un obús. Es un superhombre.
Según el protocolo de emergencia sináptica, el casco del
exoesqueleto vuelve a cerrarse entorno a la cabeza del piloto. En el visor no
hay Miss de la Diáspora alguna. En sus auriculares no suena la Voz de la
Conciencia.
El parque de atracciones estalla en una salva de aplausos
mientras el exoesqueleto se pone en movimiento de nuevo. De las huellas de su
peso en el hormigón brotan vides que se enroscan en los miembros cercenados de
las familias aniquiladas, de los turistas y los niños y los jubilados, clavando
los sarmientos en los cadáveres. ¿Qué vino producirán sus uvas, dulces y
sangrientas? ¿Cómo bautizarán a este viñedo de raíces hundidas en ceniza,
cuando los anclajes del último carrusel cedan a la corrosión, cuando la montaña
rusa sólo sirva para dar sombra de titán fósil durante las tardes de vendimia?
Al
descorchar la primera botella de la primera cosecha de ese viñedo, la
Voz de la Conciencia se nos aparecerá como un genio disneyano y, caramba,
durante esa cata a ciegas aprenderemos (aunque sólo sea por intuición,
escurriéndosenos la tesis entre los espacios interdentales y formando bolsas
microcósmicas de gas en el epitelio de la mucosa del paladar… Buqué, lo llamaremos, por ejemplo…) que la suspensión de
credulidad que proporciona el parque tiene la misma justificación antropológica
que la pornografía y la caridad, es el mismo gatillo de impersonalidad contra
la extinción de la persona por distancia o estancamiento de sentimientos
primarios; aprenderemos cómo salir de nosotros mismos nos vuelve nosotros
mismos; aprenderemos a amar a los frenos automáticos y, mira, la adrenalina y
el deseo están acariciando a un gato de Chesire en la oscuridad de la mazmorra
de un castillo de cartón piedra. Plan C.
El parque de atracciones es la flora en el lecho oceánico
poco profundo de la idea de ti. El parque de atracciones es un diorama. El
exoesqueleto de combate, un juguete en manos de un niño con un subidón de
azúcar y que no se conforma con el entretenimiento dado y por eso fuerza sus
límites. La Miss de la Diáspora es un autómata de palabras y la Voz de la
Conciencia es la voz del narrador. Mi voz. Prendiendo fuego al diorama, tal que
así.